viernes, 27 de noviembre de 2009

Microrelatos (Samuel)


I)

Es lo que pasa en una habitación a oscuras. Si tienes que andar a tientas, estás obligado a tocar antes de saber donde has puesto la mano.

Me levanté del sofá, aún afectado por el alcohol. Tropecé y caí sobre la cama que había tendida a mis pies.

Puse mi mano en su muslo, semidesnudo bajo el vestido.

Lo demás fue fruto de la lógica y el azar.



II)

Dicen que hay partes muy sensibles de una mujer. Se sabe del cuello, las orejas, los pezones, la cara inerior de los muslos..., incluso los dedos de los pies. Y puse en práctica mis dotes hasta que sus gritos sonaron justo como a mi me gusta.
Luego se calló, se desangró y murió.

Microrrelatos (Adolfo)



FIN

- ¿Cómo terminará la historia? - Se preguntó mientras miraba su joven y bello rostro en el espejo. Pero para entonces, ya había terminado de hacer todas las cosas que le quedaban pendientes y ya estaba, por así decirlo, muerta.


SISTEMA

- ¿Y aquí que venden?

- Aquí vendemos de to señora, ¡de to!


MICRORRELATOS

Y se atragantó mientras contaba la séptima.

Microrrelatos (Laura)



LA PRISA (o tic tac II)
(36 palabras)


Nadie lo había pensado pero era la calma la que instauraría el caos. Y no resultaría muy difícil. Para deshacerse de aquellos días chirriantes de rutina sólo tenían que robar todos los relojes de la ciudad.



VERANO (42 palabras)

Llevaba un vestido azul verano y el mar enganchado en el pelo. La desnudé como se desnudan los locos antes de ir al baño: piel incluida.
Cuando abrí los ojos estaba en el umbral de la habitación. Llevaba un vestido azul verano.



EL HAMBRE (53 palabras)

Me mandaron contar el cuento más corto jamás contado, y me gustaba medir y ajustar las palabras con exactitud. Pero ese día tenía hambre y no quería contar cuentos. Así que fui a comer. El plato era suculento, y pronto empecé a devorar en cada palabra, una a una, todas las letr

La rebelión del gato

Los amaneceres son ciegos como gatitos.”

Adam Zagajewski, Oda a la suavidad


Los gatos de la Facultad no tienen nombre. Se llaman entre ellos en susurros. No quieren que les oigan los humanos. No son ni uno ni cientos, son el gato que se mueve en los arbustos, cambia en sombra, caza un mirlo, ha dejado sus gatitos en arbustos rebosantes de millones de pequeñas amarillas perfumadas campanillas recubiertas de rocío. El gato es una masa tambaleante, vibra, bufa, se revuelve contra el mundo, enseña garras. Somos los humanos los que, al ponerles nombre, los individualizamos, los sujetamos, los identificamos y los separamos de esa masa difusa y homogénea que es el gato. El gato llora la pérdida de un pelo, pero nunca lo reclama. El gato no ajusta cuentas con humanos, es la norma, tan antigua como el gato. Los gatos de la Facultad, una noche tan lluviosa que apenas se veía a cuatro pasos, ocuparon los tejados. Es un hecho sorprendente y que muy pocos conocen, pero mientras los estudiantes de Filosofía se rebelaban contra la férrea fascista institución universitaria, los gatos de la Facultad iniciaron también su propia rebelión contra el humano. La misma noche lluviosa de frío en que los estudiantes tomaban el edificio, los gatos tomaron el techo. Ocuparon las terrazas y tejados y durmieron todos juntos. Lo hicieron sin violencia y sin maullidos estridentes. Fue un éxito rotundo; habían ocupado el espacio más visible e importante de la Facultad, el más alto de todos, y nadie vino a molestarlos. Proclamaron que era el fin del exterminio de los gatos, maullaron la grandiosa victoria de la garra contra la mano. Y nadie vino a molestarlos. En los días sucesivos, expandieron su mensaje a otros tejados. – ¡Un éxito! – gritaban – ¡Nadie viene a molestarnos! Pues campaban a su anchas y nadie hizo siquiera amago de querer echarlos. Escribieron en la arena con las patas, eufóricos, sus protestas indignadas, sus quejas al sistema. Estaban hartos de que el césped de las facultades se cortara a diario, pues preferían la hierba crecida en la que correteaban confiados los ratones. No les gustaba que la comida sobrante en la cafetería se lanzara en bolsas cerradas a contenedores de basura inaccesibles. Los gatos no comprendían por qué razón se dejaba entrar a perros en la Universidad, por qué no había estanques con carpas de colores bonitos, por qué eran perseguidos y expulsados por motivos que juzgaban arbitrarios, por qué razón no era posible que corrieran por pasillos y por aulas, por qué no preguntaba nadie a un gato si quería o no quería a tal o cual decano. O aún peor, ¡que alguien explicara por qué nunca había habido un decano gato! Al menos, razonaban, debería haber un gato o más de uno en los organismos de representación y decisión de la Universidad. ¡Qué vergüenza que no fuera así, que insulto a su dignidad gatuna! ¡Por orgullo solamente, tendrían ya razón para quejarse!, razonaban. Y cada noche saltaban de tejado en tejado propagando la palabra, sembrando la revuelta, expandiendo las ocupaciones, creando nuevas asambleas que reunían a docenas de mininos cada noche al caer el sol. Hablaban entre ellos de los pasos a seguir, redactaban nuevos textos, debatían, se indignaban con aquellos que no se unían a la lucha. Dormían por las noches en los múltiples tejados ocupados, hacían el amor bajo la lluvia, cantaban a la luna su alegría. ¡Hasta los gatos de la Facultad de Medicina, de normal tan estirados, ocuparon su tejado! Y nadie vino a molestarlos, ¡ni siquiera a ellos! Pronto saltaron de ciudad en ciudad, ocupando más y más lugares altos, y nadie vino a molestarlos. ¡La primera asamblea estatal de gatos se celebró en el mes de marzo! Y lo que es más sorprendente, ¡nadie vino a molestarlos! ¡Nadie osaba reprimirlos, el poder tenía miedo, los humanos se rendían! Se corría la noticia entre los gatos de jardín, de huerto y bosque. - ¡Estamos ganando! - era el grito más oído. - Lograremos nuestros objetivos pronto, pronto, pronto, pronto. – repetían los líderes gatunos a sus bigotudos compañeros de trinchera y dormitorio estrellado. Escribían cada día con hollín en los suelos y paredes de los campus sus proclamas, manifiestos, construían en reuniones nuevas máquinas de guerra conceptual. Se sucedían las asambleas, se ocupaban más tejados. ¡Y nadie vino a molestarlos! Pero un día en la asamblea general de la Universidad, con gatos de toda la ciudad reunidos en un techo recubierto plenamente por estrellas, con gatos abogados, gatos pardos, gatos médicos y enanos, gatos grandes de seis kilos, gatos pardos y ladinos y esperpénticos y extraños y los gatos enviados por humanos como espías –y que nadie conocía -, gatos tuertos y filósofos, de Historia y tres docenas de gatos de Química, de Física y más ciencias, esa noche como digo, tomó la palabra un gato extraño que era nuevo en la protesta. Era gris y flaco y feo a simple vista, y la verdad, con poco pelo. Pero si uno lo miraba de reojo descubría que hubo tiempos en que había sido hermoso, un gato persa azul quizá en su día, pero cansado hasta el extremo, y desquiciado, y tenía un tic extraño en una pata. Daba pena verlo y sin embargo, proyectaba como un halo de majestad, una aureola de carisma, de honorable fortaleza, una suerte de potente espíritu que impulsaba a prestarle atención, a no mirarle a los ojos, a hablarle con respeto, a no enojarle, y sobretodo, a no molestarle con fruslerías. Parecía drásticamente serio, la seriedad hecha gato; el aspecto serio del gato, quizá. Este fue el gato que hablo en esa asamblea, y dijo lo que sigue: – Compañeros – dijo – he pensado mucho sobre esta nuestra revolución. Como vosotros, yo he creído durante mucho tiempo que vencíamos, que vencíamos porque teníamos con nosotros la carga de la razón, el ímpetu invencible, cañones que disparan futuro, ¡la garra de la victoria gatuna! – aplausos – pero de un tiempo a esta parte, una idea me tortura. Pensad conmigo, camaradas de lengua áspera, hermanos de caza menor. ¿Y si está revuelta estuviera triunfando, porque realmente no constituimos una amenaza para la universidad humana? Creo que les resulta más sencillo, más cómodo y más barato dejar que sigamos con nuestra lucha sin tratar de impedirla. ¡Es por eso que no hayamos obstáculos en nuestra revolución! Pero si algún día rebasamos el límite que ellos consideren oportuno, entonces, es seguro, vendrán a molestarnos. Para mi ahora esto es tan obvio como que la luna brilla.- Las últimas palabras, no obstante, apenas se oyeron en el estruendo de maullidos, abucheos, gritos airados e improperios lanzados desde la asamblea gatuna. El gato gris fue acusado de reaccionario, de espía de los humanos, de metomentodo, de bravucón y de extraño sin derecho a opinar siquiera, fue expulsado a empujones y jamás se le volvió a ver. Los bravos guerrilleros de cola hirsuta murmuraban iracundos – ¡Qué descaro! –maullaban doloridos y coléricos - ¿cómo tiene la osadía de burlarse de nosotros de esta forma! ¿Qué sabrá él de nuestra revolución, ese advenedizo de corral? ¿Cree acaso que todo lo que ha dicho no lo habíamos considerado ya? ¡Idiota! ¿Cómo puede estar tan equivocado un gato? - Y se daban la razón unos a otros. Mientras, los subcomandantes callaban. Ellos también pensaban que el viejo gato gris era un idiota equivocado, errado de medio a medio. Pero no por las mismas razones. Uno de los líderes de Filosofía le susurró a su homólogo de Física con disimulo: ¡pobre viejo! ¡no ha entendido en absoluto este simulacro de baile de máscaras rotas, este teatro agridulce de mentiras a medias! Ojalá vea la luz y encuentre paz en los tejados del infierno – y se calló, y no dijo más, pues él ya había sido un gato gris flaco raído y desquiciado en otro tiempo.

martes, 21 de julio de 2009

Dragones, elfos oscuros y padres

Abel Gilbert Canto 5.6.09


Cuando el ayudante de Gengis Khan le informó de que las tropas mongolas habían abatido otro escuadrón confinado al norte del Imperio Tangut, éste ya había tenido noticias sobre los hechos por diversos mensajeros, pero su rostro permanecía de forma inexpresiva, incluso al recibir la noticia de su propio ayudante. Gengis no se mostraba agradecido con sus hombres hasta que no llegaba al campo de batalla. Una vez allí sacaba su afilada espada y la clavaba en la árida tierra, después ataba a la empuñadura una cinta con un lobo azul bordado, símbolo mongol, el lobo azul era el creador de las dinastías mongolas, de esta forma ofrecía la victoria a sus antepasados. Una vez clavada la pesada espada con la cinta en la empuñadura ondeando en medio del desolador panorama de la batalla, sólo entonces su rostro ofrecía un pequeño cambio y felicitaba agresivamente a sus hombres uno a uno. El dragón había entrado por los ventanales mucho antes de que Gengis clavase su espada victoriosa en el desolador panorama de la batalla.

¿Sabríais decirme lo que supuso esta victoria para los mongoles, y posteriormente para la mayoría de los imperios asiáticos?.- dejó unos largos segundos en espera de una respuesta que se transformó en un profundo silencio- Sigfrido.

Sigfrido miró con la cara descompuesta, mezcla de asco, odio y terror, el diminuto cuerpo sin cabeza de la profesora pitufo. Retorcía la boca y la nariz al compás del sonido de las gotas de sangre cayendo al suelo. Su casposo jersey verde oliva, ahora estaba empapado de sangre que brotaba de su cuello. El dragón estaba saboreando su cabeza en el pasillo. Al no obtener ninguna respuesta la profesora dio media vuelta y empezó a escribir en la pizarra esa misma pregunta como primer punto de los deberes, un estrépito murmullo colectivo sonó al escribir el último, la fecha del examen; la semana siguiente.

Al llegar a casa, encontró el panorama de siempre, su padre frente al televisor y su madre terminando la cena.

¿Que tal campeón?- le preguntó su Padre en forma de saludo.
Bien Papá .- contestó sin pararse, se dirigía a su habitación, era lo primero que hacía al entrar y no se detenía para nada.
Oye, oye.- le increpó - ¿como llegas a estas horas?, es casi la hora de cenar.-
No te preocupes, he aprovechado bien la tarde.- contestó casi burlona mente, aunque intentó disimular el tono irónico en la voz.- he pasado por el parque y he estado jugando a las canicas con unos amigos, luego hemos hinchado globos de agua y los hemos lanzado a los coches, y ¿sabes que papá?, ese hombre que vive un par de casas más abajo, que tiene una carnicería por donde la fuente, bien, pues ha salido de su coche gritando...
Este chico.....- suspiró, en realidad le pareció muy gracioso la imagen del carnicero saliendo del coche para gritar a unos niños, así que no pudo decirle nada serio.- venga vete a tu habitación y estudia un poco que buena falta te hace, a ver si llegas a se un hombre de provecho.- Y siguió mirando el televisor.

Jaume I ya había conquistado Menorca y Sigfrido todavía no se había puesto a estudiar. La profesora pitufo pidió los deberes, Sigfrido estaba orgulloso de haberlos hecho antes de la cena, normalmente la profesora no los pide, pregunta al azhar, pero esta vez no fue así, y Sigfrido se sintió aliviado de tenerlos escritos en vez de ir improvisando como solía hacer. Salieron al recreo, y en el pasillo seguía el dragón, con la cabeza de la profesora pitufo transformada en una calavera, estaba hambriento, llevaba dos días sin comer. Sigfrido no podía permitir que deborase a sus compañeros, bueno había alguno que no le hubiese importado, pero su honor de caballero le obligaba a defender incluso a sus enemigos ante esta amenaza sobrenatural. Pero sobre todo quería defender a su preciosa Estrella, era demasiado importante como para ser devorada entre las ardientes fauces del dragón. Así que desempuñó la espada, luchó fervientemente contra el dragón, y tras unos revolcones , unos arañazos y algunas quemaduras consiguió cortarle la cabeza. Después clavó la sangrienta espada en mitad del pasillo y ató una cinta con un murciélago pintado, era el símbolo de su familia.

Ya era seguro salir al patio.

La última tarde intentó estudiar, pero no conseguía retener las historias, su cabeza las mezclaba con otras diferentes, incluso con sus propias historias. Salió de la habitación en busca de ayuda. La única manera de acceder al comedor era el paso subterráneo, pero estaba custodiado por dos drows nada amigables con los que ya se ha tenido que enfrentar un par de veces. Así que después de esquivar a los dorws volvió a trepar hacia la superficie que daba al comedor. Allí estaba su padre, su madre y su tío que se había pasado a tomarse una cerveza con su padre. Sigfrido explicó la situación, y también que no tenía ni idea del examen. Su tío le aconsejó que se olvidase de la historia, la historia está manipulada decía, no podemos fiarnos ni de los telediarios, hasta que no lo compruebes por ti mismo no te lo creas, y ni aún así, además lo que importa es el presente, el pasado ya ha pasado y el futuro nunca se sabe. Su padre lo interrumpió gritándole, -no le metas esas ideas a mi hijo, no hagas caso niño, lo que tienes que hacer es estudiar, no importa la veracidad de tus libros, importa que apruebes.- Su tío interrumpió nuevamente y empezaron a gritar, su madre intentaba calmarles, y Sigfrido escucho algo que lo hizo alejarse. Unas notas de guitarra mezcladas con los secos golpes de la caja y el charles viajaron desde el cuarto de la colada. Por los poros de tela de los altavoces se filtraba un sonido que no era el que usualmente podía escuchar por la radio. Era una música mucho menos melódica, pero con mucho más ritmo y carácter. Aquella música le envolvió, se interiorizó atravesando los poros de su piel de la misma forma que lo había hecho para salir de los altavoces. Aquello si era una experiencia mística, mucho más que las aburridas misas de los domingos, Si Dios existía estaba entrando ahora a través de sus oídos.

Aquella noche se acostó sin remordimientos ni nervios, había liberado toda clase de tensiones, su cuerpo estaba relajado, por dentro todavía sentía la música, como cuando uno termina de comerse un buen manjar y le queda un cierto regusto. Aquella noche durmió plácidamente sabiendo que suspendería el examen del siglo XIII.

lunes, 20 de julio de 2009

Ítaca

(Bueno, no iba sobre el siglo XIII, pero traje la merienda:))


El día que decidimos abandonar Ítaca dejó de importar el rumbo o el regreso. Los billetes nunca eran de ida y vuelta y las brújulas no apuntaban al mismo lugar. Pensábamos que aquello era una huída pero escapar era lo mismo que deambular alrededor del mismo punto. La vida giraba y los Odiseos aumentaban, encontrándose los unos a los otros en las encrucijadas. Las agujas de los relojes se movían adelante y atrás, primero deprisa, después muy despacio, y, con suerte, los días de lluvia, se detenían. Las ciudades nunca estaban en el mismo lugar y la tierra se movía bajo los trenes. Penélope dejó de destejer su vida durante las noches. Jugábamos a ser dioses furiosos, enamorados o anhelantes de sexo. Elegíamos nuestras metamorfosis preferidas y los días que no éramos buitres nos convertíamos en gusanos. De vez en cuando yo era yo, y algunas veces no. A ratos tú eras tú o no, o tú erais vosotros o cualquier otra persona. Nos cruzábamos en puertos diferentes cada vez. Y el mundo no se detenía. En ninguna parte era justo donde quería estar. El mar no era el mar, ni la playa el olvido. Los monstruos marinos se asomaban a la orilla las noches de cuatro constelaciones. Calipso ofrecía las mejores tormentas y Polifemo nos devoraba el tiempo y las entrañas. Troya desapareció y perdimos algunas batallas, otras, las ganamos y algunas daba igual o ni lo sabíamos. Circe cantaba. Estábamos condenados a volver más viejos y más cansados, con las plantas de los pies endurecidas. Estábamos condenados a ganar. Pero Ítaca ya no era Ítaca, y la Penélope consumida por el pasado se había fugado una noche de verano para caminar también por las encrucijadas y encontrar quizás, un poco de suerte, a cualquier desconocido una noche en un bar, u otra isla donde naufragar.

La caída

Aquella vez iba a ser diferente. Nosotros no lo sabíamos todavía pero nuestros muros, esos muros que en tantas ocasiones nos habían ofrecido protección, amparo y alianza, que en multitud de ocasiones habían significado un imposible para nuestros enemigos cual cuadratura del círculo, esos muros iban a traicionarnos esta vez.

¡Se lo digo mi señor! Habíamos visto grandes ejércitos sitiándonos durante meses volverse, a sus ciudades con el rabo entre sus sucias piernas. Nos habíamos jactado de lo infranqueable de nuestro sistema de defensa, de la invencibilidad de la alianza que formaban nuestros brazos, armas y disciplinada instrucción con el grosor de nuestros muros y torres. Incluso habíamos sido capaces de sacar de quicio a los más hábiles estrategas en la guerra. Sencillamente éramos irreductibles y lo sabíamos.

Aquél día estábamos preparados, no puede usted imaginarse cuánto. Sabíamos de sobra que iban a venir a por nosotros pues nuestros sistemas de inteligencia, esos avaros comerciantes de la zona a los que habíamos untado para que fueran nuestros informantes, habían respondido como esperábamos anunciándonos el momento aproximado en el que los ejércitos de esos sucios árabes iban a mandar a sus inmundos y desentrenados soldados a intentar echarnos del que por décadas había sido nuestro cuartel general. Y nosotros íbamos a repelerlos. ¿¡Me está escuchando, mi señor?! ¡Nuestras espadas!, nuestros arcos y flechas, nuestros brazos y piernas, la astucia de militares experimentados y sin escrúpulos, ¡todo!, todo estaba perfectamente dispuesto y en su sitio. Incluso nuestra fingida fe si, se había tornado real ese día, aunque no fuera hacia el objeto que supuestamente había de recibirla.

La batalla comenzó como de costumbre, con un ruidoso estruendo procedente de los timbales de los ejércitos enemigos. Yo ya los había oído antes, no me impresionaban ¿sabe, mi señor?. La psicología en una batalla es casi tan importante como la instrucción militar y yo ya había sentido la gloria de acallar a golpe de cuchillo toda esa grandilocuente prepotencia. No sentía temor. Creo que ninguno lo sentíamos ese día, tan ufanos como nos veíamos sobre nuestras torres de piedra, con la serenidad del que sabe que va a vencer.

Pero aquella vez iba a ser diferente.

Yo, recuerdo que en ese momento estaba atareado, rebanando cuellos en primera línea de batalla, en lo alto de una de las paredes frontales del castillo, de nuestro querido Montfort, justo donde se apelotonaba el grueso de las fuerzas enemigas. Esos desgraciados, con su ciega y estúpida obediencia hacia unos dirigentes ineptos y sanguinarios que los enviaban a una muerte segura, se empeñaban en trepar por las precarias cuerdas que habían conseguido colgar de nuestros muros. Yo esquivaba las flechas de sus miopes arqueros y podría haber cortado las cuerdas fácilmente, impidiendo su acceso, habría sido tan sencillo… pero en lugar de ello disfrutaba acuchillando sus trémulas carnes y lanzado los sebosos cadáveres sobre sus aterrorizados compañeros, que empezaban a no soportar el hedor.

Algo inesperado sucedió entonces. Esos malditos sarracenos parecían haberse vuelto inteligentes de repente. Nos habían tendido una trampa, ¡una trampa! ¿puede creerlo, mi señor?. Habían estado fingiendo que mantenían un ataque rutinario, pero mientras tanto habían centrado sus esfuerzos en cavar un túnel en algún lugar de la roca que daba soporte a nuestras paredes, algún lugar en el que la roca debía haberse vuelto débil y traicionera. De repente empecé a oír a algunos de mis compañeros gritar de dolor por la hendidura de espadas enemigas en sus torsos y miembros, la sangre corría por todas partes. Otros hacían frente a los invasores y gritaban pidiendo ayuda y alertando de lo sucedido, pero esos demonios entraban por decenas. Tuvimos que destinar numerosos efectivos a contener esa infección que se nos estaba produciendo y entonces aquellos malditos pusieron en marcha la segunda fase de su plan.

Yo había comenzado a ponerme nervioso y recibí un flechazo en un brazo, pero eso no impidió que siguiera matando moros a pares. De la nada, comenzaron a aparecer escaleras gigantes y a remontar el vuelo sobre nuestras paredes. Decenas de diablos subían como enloquecidos por ellas y ya no podíamos retenerlos. Sonaron las alarmas de retirada ¿¡¡retirada!!? Pensé que nos habíamos vuelto locos. ¿Cómo íbamos a retirarnos de aquél fuerte? ¿Cómo íbamos a entregar al enemigo el que hasta entonces había sido nuestro mayor orgullo? ¿A dónde íbamos a ir si estábamos completamente sitiados?

Tan sólo una palabra rondaba por mi cabeza. ¡¡¡Traición!!! Si mi señor, traición. Sólo una traición de grandes dimensiones podía ser la causa de una derrota similar. Esos malditos pecadores jamás habían podido acercarse al fuerte lo suficiente como para conocer semejante punto débil en la estructura. Mi señor, ¡estoy convencido de que tenemos un traidor entre nosotros! ¡¡Mi señor!!, logré escapar de allí, nadie más lo consiguió que yo sepa. Y vine corriendo. He estado corriendo días enteros, huyendo de aquel horror para venir a alertar a sus señorías de que hemos sido objeto de traición y desastre y de que nuestro fuerte ha sido profanado por sarracenos inmundos. ¡Deben escucharme!, ¡¡por el amor de dios!!

Veras hijo, esto que me estás contando es una grave acusación y un asunto muy serio. No tendrás por casualidad una remota idea de quién podría habernos traicionado…

Oh señor, yo solo soy un monje soldado, un guerrero al servicio de nuestra santa iglesia, ¿cómo iba a saber quién puede estar detrás de un asunto tan grave?.

Entonces, hijo mío, ¿me estás confesando que has venido directamente desde Montfort, que eres el único superviviente de una masacre de enormes y catastróficas proporciones y que no has hablado con nadie más de este asunto de la traición?

Si mi señor, eso mismo le estoy diciendo, apiádese de un súbdito fiel.

¡Claro que me voy a apiadar! ¡Guardias!, ¡apresad a este traidor! Mañana mismo será ejecutado en la plaza pública por su delito contra esta santísima Orden.

¡Pero señor!, ¡mi señor! ¡yo soy inocente!

Sobre la falta de inspiración

Por Silvia Siles

A los que no saben hacer el amor.



Cuando se despertó aquella mañana recordó que la noche anterior había cenado queso y vino, que había llovido, y que tenía que ir al taller literario y maldijo la gracia de que el tema elegido fuera el siglo XIII. Remoloneó entre las sábanas empapadas a partes iguales de sudor, lágrimas y lluvia, de un lado al otro, boca arriba, boca abajo, del derecho, del revés, hacia dentro, hacia fuera y vuelta a empezar. 


Ante la innegable falta de inspiración se propuso: O bien preguntarle a la gente por la calle, o bien desempolvar la máquina del tiempo, o bien no acudir a la cita esa tarde, o bien fingirse sorda, muda y ciega, tres días a la semana empezando por hoy y haciendo coincidir uno de ellos con el viernes. Sólo quería mandar a la mierda el siglo XIII, al reino de Galicia, a Marco Polo, a Dante y la Divina comedia, a William Wallace y su lucha en Escocia, al imperio africano de Malí, a la maldita salida del oscurantismo, y a las vidrieras. 


Pero en lugar de eso se vistió toda de negro, caminó hacia la facultad pensando en cualquier otra cosa y al llegar fue directa al adr. Se sentó en aquel sillón verde que alguien recuperó de la basura y se dedicó a hacer como que leía.


Cuando minutos después Prochain apareció la saludó.

- Hola 

Dejó su mochila en el suelo, y cogió el primer boli que encontró para hacerlo rodar entre sus dedos. Mientras, como única respuesta a su saludo obtuvo silencio.

Aquel artista de vanguardia, léase terrorista, había pasado la mañana con Foucault y ahora venía a vomitarme todas sus dudas existenciales y a contarme que cuando Bourgeoise le dejó de repente llegó el verano, y que cuando lo hizo Chèrie, lo que llegó fue el invierno. Sus amores con pretensiones de eternidad iban como venían, con el viento de los cambios de estación. Siempre después de sus dramáticas rupturas quería quemar cajeros.


Yo no decía nada, yo me había propuesto no hablar. El sólo caminaba de un lado a otro del pequeño habitáculo del que nos apropiamos como pseudo-asamblearios, el solo divagaba sobre la contradicción y no se qué historias sobre el principio de incertidumbre, que lo importante ya no son los hechos si no las interpretaciones, que el tiempo depende de la posición relativa del observador, que la certeza de un hecho no es más que una verdad relativamente interpretada, que el espacio y el tiempo se fusionaban en la narración, y no se cuantos relativistas culturales en aviones.


No se percató de que yo de repente estaba desnuda, hasta que me puse en su camino, solo entonces me miró, solo me miró.

- No se que escribir sobre el s.XIII -dije invadiendo su espacio vital y rompiendo el voto de silencio auto-impuesto

- Yo tampoco

Prochain no me besó, solo acercó mi cuerpo al suyo, deslizó sus manos por mi pelo, mi cuello, mi espalda, mi cintura, mi cadera, y presionó nuestros cuerpos. No sabía qué estaba haciendo, ninguno de los dos lo sabía, ni importaba lo mas mínimo. Una mera suerte de casualidades nos había llevado a aquella situación tan incómoda como excitante. Nunca antes de ese momento pensó en follar con Prochain, pero ese ya no importaba, porque ninguno de los dos sabía que escribir sobre el s. XIII. 

Mis dedos se colaron bajo su camiseta de rallas y su barba acarició mi mejilla.

- Yo no se hacer el amor -confesé

- Lo se -contestó con fingida lástima

- Escribir no debería ser una obligación

- El sexo tampoco

- Tu no quieres follar conmigo, ¿verdad?

- Yo solo se hacer el amor

Y apretó mas mi cuerpo contra el suyo, noté una erección a medio camino y supe que Prochain no  era víctima de arrebatos pasionales, que no iba a lanzarme sobre el colchón que cogía polvo en el suelo de la facultad desde Noviembre. Que no íbamos a hacer como que nos lamíamos las heridas, que no besaría mi cuello, ni mordería mis pezones duros de excitación, sabía que no me follaría, que no iba a hacerme creer morir de puro placer con cada embestida, que no iba a verme llorar después del orgasmo, Sabía que el era de los pocos que hacían el amor.

- Si no vas a follarme, sal, y entra dentro de trece minutos, cuando ya me haya vestido, y me haya vuelto a sentar en el sillón verde que alguien recuperó de la basura y me dedique a hacer como que leo.


Cuando Prochain se marchó de repente se acabaron las estaciones.



Este es el texto de inicio que quería haber leído. Lo rechacé porque me pareció demasiado largo, pero no creo que en el blog eso sea un inconveniente. Así que aquí lo tenéis.



Estás a punto de empezar a leer (…). Relájate. Concentrate. Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre esta la televisión encendida. Dilo en seguida, a los demás: “¡No, no quiero ver la televisión!”. Alza la voz, si no te oyen: “¡Estoy leyendo! ¡No quiero que me molesten!”. Quizá no te han odio con todo ese estruendo; dilo mas fuerte, grita: “¡Estoy empezando a leer (…)!”. O no lo digas si no quieres; esperemos que te dejen en paz.

Adopta la postura más cómoda: sentado, tumbado, aovillado, acostado. Acostado de espaldas, de lado, boca abajo. En un sillón, en el sofá, en la mecedora, en la tumbona, en el puf. En la hamaca, si tienes hamaca. Sobre la cama, naturalmente, o dentro de la cama. También puedes ponerte cabeza abajo, en postura de yoga. Con el libro invertido, claro.

La verdad, no se logra encontrar la postura ideal para leer. Antaño se leía de pie, en un atril. Se estaba acostumbrado a permanecer de pie. Se descansaba así cuando de estaba cansado de montar a caballo. A caballo a nadie se le ocurría nunca leer; y sin embargo ahora la idea de leer en el arzón, el libro colocado sobre las crines del caballo, acaso colgado de las orejas del caballo mediante una guarnición especial, te parece atractiva. Con los pies en los estribos se debería de estar muy cómodo para leer, tener los pies en alto es la primera condición para disfrutar de la lectura.

Bueno, ¿a qué esperas? Extiende las piernas, alarga también los pies sobre un cojín, sobre dos cojines, sobre los brazos del sofá, sobre las orejas del sillón, sobre la mesita de té, sobre el escritorio, sobre el piano, sobre el globo terráqueo. Quitate los zapatos, primero. Si quieres tener los pies en alto; si no, vuelve a ponértelos. Y ahora no te quedes ahí con los zapatos en una mano y el libro en la otra.

Regula la luz de modo que no te fatigue la vista. Hazlo ahora, porque en cuanto te hayas sumido en la lectura ya no habrá forma de moverte. Haz de modo que la página no quede en sombra, un adensarse de letras negras sobre un fondo gris, uniformes como un tropel de ratones; pero ten cuidado  de que no le caiga encima una luz demasiado fuerte que se refleje sobre la cruda blancura del papel royendo las sombras de los caracteres como en un medio día del sur. Tratar de prever ahora todo lo que pueda evitar interrumpir la lectura. Los cigarrillos al alcance de la mano, si fumas, el cenicero. ¿Qué falta aún? ¿Tienes que hacer pis? Bueno, tu sabrás.

        No es que esperes nada particular de este libro en particular. Eres alguien que por principio no espera ya nada de nada. Hay muchos, más jóvenes que tu o menos jóvenes, que viven a la espera de experiencias extraordinarias; en los libros, las personas, los viajes, los acontecimientos, en lo que el mañana te reserva. Tú no. tú sabes que lo mejor que cabe esperar es evitar lo peor. Ésta es la conclusión a la que has llegado, tanto en la vida personal como en las cuestiones generales y hasta en las mundiales. ¿Y con los libros? Eso, precisamente porque lo has excluido en cualquier otro terreno, crees que es justo concederte en cualquier otro terreno, crees que es justo  concederte aún este placer juvenil de la expectativa en un sector bien circunscrito como el de los libros, donde te puede ir mal o bien, pero el riesgo de la desilusión no es grave. 


Si una noche de invierno un viajero. Italo Calvino



sábado, 11 de julio de 2009

Martes y letras

Un asiento sin nadie en una conferencia
tiene ojos y mira con un frío absoluto.
Sobre todo si estás al otro lado
del azul de los mapas,
separada de mí por ciudades nocturnas,
el campo de las nubes, la luz de algún navío
y costas dibujadas con espuma
y casas con piscina.

Cruza un avión
el rojo turbio del amanecer
igual que el sueño cruza por tu noche,
cercano y lejanísimo,
en busca de otra tierra que no es mía,
aunque está junto a mí.
A veces me pregunto si yo soy
el que hace de mí cuando vivo en tus sueños.

El agua ya servida. Me deja frente al público
el verbo exagerado de mi presentador.
Es un martes de octubre. Debo hablar
sobre la utilidad de los poetas
y en la silla vacía no se sienta
ni el silencio de Bécquer encerrado en un álbum,
ni la desguarecida multitud
que Baudelaire metió en una botella,
como se mete un barco,
como se mete el humo,
el rojo turbio del amanecer.

En la silla vacía se sienta tu recuerdo
y la imaginación del viento norte
que ahora te persigue, las calles que te miran
y los escaparates
en los que te descubres reflejada.
Yo estoy donde tú estás, pero en la vida
hay cosas que no pueden compartirse.
Por eso sigo aquí y voy contigo,
cercano y lejanísimo,
en busca de otro mundo que no es mío,
aunque está junto a mí.

La poesía es la voz del que se sabe
vivo y mortal, lo dice Blas de Otero,
y en conclusión, señores, el poema
no nace del esfuerzo de hablar solo,
es la necesidad de estarle hablando
a una silla vacía.

Luis García Montero
(del libro: Completamente Viernes)

martes, 30 de junio de 2009

La playa

¿que te has pasado la vida entera aprendiendo a no tener memoria?

Verás, lo cierto es que la mayoría lo piensa con esa estúpida metáfora del ordenador, la RAM y el disco duro, pero toda esa historia, ¡bah!, es una chorrada. Al final, esto es como todo lo demás, una cuestión de costumbre. Si lo hubiera pensado bien, probablemente habría tomado notas del proceso, de ese modo podría por un lado demostrárselo a todos, y por otro lado, deshacerme de la incertidumbre acerca de los detalles. Pero supongo que al principio debí afrontar la empresa con bastante escepticismo, pues si no no se explica que no lo hiciera. Aunque ¿sabes? quizás no lo hice porque tal vez habría sido un impedimento, seguramente el mantener un hábito que me pusiera en relación con mi memoria habría sido contraproducente. ¡O no!, no lo se, da igual. Sea como fuere no lo hice. Y de haberlo hecho no estaríamos hablando de ello pero no lo hice.

Aunque bien pensado, es posible que tomara notas pero que en algún momento olvidara que lo estaba haciendo y ahora esas notas estén por ahí entre mis trastos...

... las buscaré...

¿Por donde iba? Ah si, te estaba contando que es una cuestión de costumbre. En realidad no niego que ciertas disposiciones del carácter sean más favorables a la hora de intentarlo, pero en cualquier caso, estoy convencido de que la genética es irrelevante en esto. Incluso la dieta es irrelevante.

Seguramente el hecho de que yo sea una persona relativamente insensible y altamente racionalizadora me puso las cosas más fáciles, pues hace tiempo que se sabe que la emoción actúa en el cerebro como pegamento para los recuerdos, pero estoy seguro de que también se puede aprender a ser insensible y racional, y de que el esfuerzo en ser olvidadizo redunda retroalimentativamente en que aquellas cualidades sean más fáciles de adquirir. Al fin y al cabo, cuanto antes se te olviden las cosas, antes dejarán de afectarte.

Así que, como te decía, es una cuestión de costumbre y supongo que hay un día en el que decidí empezar a dejar de recordar las cosas. Y supongo que cuantas menos cosas recordara, más fácilmente olvidaría las siguientes. Hasta llegar a hoy, que es el único día que recuerdo y ni siquiera entero. Tampoco es que sea impedimento para llevar una vida normal.

Aprendes a aprovechar los recursos externos cuando te hace falta algo similar a una memoria y además aprendes a utilizarlo sólo cuando realmente vale la pena. La mayoría de las personas a tu alrededor ni siquiera notan la diferencia, es tan fácil fingir que simplemente eres despistado, o aprender a deducir por el contexto y la situación lo que hay que decir en cada caso... incluso es posible desarrollar competentemente cualquier puesto de trabajo. Yo seguramente he tenido muchos trabajos distintos, al menos eso dice mi "vida laboral"...

... supongo que lo más complicado es aprender a tratarse a uno mismo como a un extraño cualquiera. en realidad es más difícil predecir el propio comportamiento...

¿Lo mejor? supongo que poder disfrutar siempre de lo mismo como la primera vez. O quizás, sea la ausencia total de remordimientos o culpabilidad...

¡Ey! pss, pss, mira mira, ¿ves? Ya está el paciente de la 104 contándole otra vez esa historia al espejo, jajaja... Dicen que tiene una fuerte lesión cerebral y que lo encontraron hablando sólo en un parque, deshidratado, desnutrido y con la ropa destrozada...

¡No idiota! Eso son estupideces y leyendas urbanas. Ese tipo apareció un día aquí, se presentó por su propio pié y pidió el ingreso. Los psicologos y los psiquiatras, le hicieron tests y le dijeron que estaba bien, que no debía permanecer aquí, pero el insistió y les pidió que le dieran unos días de prueba, y que si después seguían pensando lo mismo se iría. Se quedó y comenzó a "empeorar", pero nadie sabe qué es lo que le pasa, y todos le llaman tick tack, porque puedes poner en hora un reloj si sigues atentamente la rutina de sus costumbres diarias.

lunes, 29 de junio de 2009

Tic tac

Hoy estoy contento porque he encontrado a mi mejor amigo. Se llama Legión y está solamente en mi cabeza. Lo conocí, como se suelen encontrar a los grandes amigos, en una noche de fiesta. Lo vi por primera vez a la lumbre de los parpadeos rotulares de una famosa discoteca, donde rebaños de humanoides acuden en tropel como mosquitos a la luz. Se me presentó en el pleno clímax musical, cuando vista y oído copulan en una danza extática de regocijo hiriente, llegando hasta lo más profundo del alma, a esa región no modulada por cultura alguna y donde los corazones de los hombres no semejan ser menos grotescamente cenagosos que el petróleo de la época de la angustia y la pérdida de Dios.
“Sígueme”, dijo. Y marché tras sus pasos sin mediar palabra.
Hízome cosquillas en el cerebro, repetida, intensa y vorazmente hasta que reía con sosiego al ver que mi cabeza se convertía en gelatina. Él dio un giro de ciento ochenta grados a mi perspectiva de la realidad. Gracias a su amistad sé que no debo juntarme más con aquellos caníbales con fauces de hiena ensangrentada que se arrastran cuales sombras alargadas e ingieren entre sí desvergonzados, sin pudor por lo que su comportamiento pueda afectar a los más débiles. Estiran y estiran de tus intestinos y juegan con tu mente, diciendo que encima es por tu propio bien. Mas bajo su fingida sinceridad yacen sonrisas malignas que sólo Legión puede ver y purgar.
Honestamente, no sabría qué hacer si Él me abandonase a la intemperie, frente a Ellos, ante la masa carnívora.
Antes solía quedarme quieto contemplando cómo la vida se me escapaba filtrándoseme entre las manos, con gesto impertérrito digno de un cuerdo.
Pero “libertad” y “deber” ya no son para mí meros vocablos que aparecen en los libros de texto. Con Él ya no tengo que preocuparme por el tic-tac incesante del reloj, de las burbujas que afloran lentamente y con las cuales agonizan millones en sus jaulas de antibióticos y antidepresivos baratos.
Y ¡cosa extraordinaria!, ahora puedo dormir mientras escucho hipnótica nana, y me elevo a fuera del perímetro donde solía circunscribirme junto al resto, a un sitio donde no hay estrellas y floto, inmaculado, como el susurro de las voces del viento en los helechos encorvados.
Lo único que ahora dejan contar de mi vida anterior son los numerosos mimos y expresos cuidados que Mamá me procuraba. Siento mucha pena ahora que recuerdo, en perspectiva, que su hijo falleció aquella fatídica noche entre aullidos desesperados.



Atentamente, el Ser Humano

domingo, 28 de junio de 2009

Tic-Tac

Por Silvia Siles

En el fondo de todo aquello solo estaba la necesidad de escapar, de salir corriendo y no parar nunca; en el fondo de ese recuerdo, solo dormía plácida esa felicidad de segunda fila que creía entender; en el fondo de aquella nostalgia sólo habían fotos como diapositivas que pasaban demasiado deprisa... (demasiado despacio...) En el fondo de aquel pensamiento, de aquella angustia, solo podía escuchar el incesante tic tac... Ajena a todo, al tiempo y al espacio, echó a volar sin alas en el vacio y pensó que aquel tic tac no existía. Sólo era angustia, como aquella noche que se despertó en una casa ajena y quiso buscar al amor de su vida porque el ritmo de aquel reloj se empeñaba en recordarle que se le pasaba el arroz. Y tic tac sólo era angustia. Y pensar que cada tic tac era un segundo que despreciaba era desperdiciar otro tic tac pero le era imposible evitar pensar que estaba desperdiciando otro segundo. Y tic tac solo era angustia. Las cosas no deberían ser tan complicadas -pensó. Las cosas no deberían depender ni contar solo en un tic tac. Y aquel filósofo de metro y medio estaría equivocado, y el tiempo, no sería un absoluto, y yo ahora no estaría quitándoles la pila a todos estos relojes.

sábado, 27 de junio de 2009

Quemar las naves (nocturno)

.

“Entra la luz y asciendo torpemente
de los sueños al sueño compartido”

Jorge Luís Borges, Despertar

Cuando Bourgeoise me dejó, por primera vez en mi vida, dejé de dormir. Tuve oportunidad pues de conocer a fondo el singular mundo del insomnio y su amplia red de turbadoras consecuencias. En aquel entonces, yo sólo podía no podía soportar el dulce blues, el tango cruel, así que aquella noche, al bajar a beber al Rollin’ Blues con los demás, aletargado por la falta de sueño y depresivo en extremo por causa del aún reciente desengaño, me sentí ciertamente algo cohibido, un pez fuera de un agua antaño conocida pero hoy turbia, oscura de impurezas. El vino negro, la guitarra andante, la conversación sugestiva y el vaporoso vestido luz-de-luna de Silence, consiguieron no obstante devolverme parte del habitual entusiasmo que siempre acompaña mis incursiones al angosto melancólico local, y hasta lograron resucitar cierta pulsión erótica que creía desterrada de mi cuerpo desde el canto del cisne de Bourgeoise. Lamenté entonces mi aspecto desaliñado, pálido, demacrado por culpa del insomnio y las semanas de solitaria convalecencia espiritual. Conmigo en el bar estaba, como no, buena parte de la juventud intelectual wittgensteniana, sintiéndose unos a otros en la húmeda neblina, sumergiéndose con el rítmico balanceo de rigor en la volátil cadena de solos, ora desenfrenados ora plañideros, que dictaban el compás al que batían nuestras sienes, palpando la comunión de los santos en la línea de bajo subterránea, el milagro de la transfiguración en el llanto de la armónica vibrante acelerada, con la plañidera lírica negra reflejo de nostalgias, tristezas y desencantos sexuales, recordándome a mi pesar que echaba de menos hacer el amor, y que lo que me mantenía en perpetuo estado de nerviosismo no era más que la angustia que me suponía imaginar a Bourgeoise con otro hombre. Traté de conjurar el Horror - empujar siempre hacia abajo, al subconsciente, ¡tan placentero y tan sencillo! - concentrándome una vez más en otra idea a la que llevaba días dando vueltas, a saber: por causa de una serie de conversaciones con el bendito Clochard, me planteaba seriamente quemar al fin las naves del racionalismo, lanzar por la borda mi brillante futuro como escritor de panfletos comerciales y octavillas revolucionarias, y consumir mis escasas fuerzas vitales restantes en el ejercicio del noble arte del terrorismo de vanguardia - la expresión era del propio Clochard.

- El terrorismo es arte de vanguardia, amigo Prochain. – me decía días antes en el Kafka, cerveza en mano - Es una práctica creativa, un poema escrito a letra fuego en tinta gasolina. Es una acción ritual, una genuina expresión de sufrimiento vital, del dolor del mundo de Goethe.

Para Clochard el terrorismo suponía un medio más de llevar a cabo su venganza contra las instituciones que habían frustrado nuestra pequeña revolución estudiantil. Le habían diagnosticado un caso especialmente virulento de gingivitis ulcerosa tipo boca de trinchera que consumía sus mandíbulas a una velocidad endiablada y le hacía estar más frenético que de costumbre. No pude dejar de apuntar lo bien que concordaba la necrosis con su personalidad, y opiné que era sin duda la enfermedad que mejor se le ajustaba. En cuanto a mi, probablemente la idea me atraía tanto porque no podía imaginar nada que pudiera horrorizar más a Bourgeoise que la violencia irracional y el terrorismo. Además, claro, estaba sediento de pantomima apaciguadora, de opiáceos para lobo estepario, de dramática brutalidad catártica. Porque todo el absurdo asunto del terrorismo no era más que un recurso elusivo más para aliviar mi quebrada autoestima, y un proyecto baladí como otros tantos – fueran filosóficos, políticos o literarios -, destinado a distraer mi pensamiento del verdadero problema que aquejaba mi superego moribundo carnaza-de-psiquiatra. Paradoja moral: mi sentimiento de culpabilidad engendra siempre actividad social provechosa. Trataba de actuar como si la obra de teatro tuviera un sentido. Los quehaceres autoimpuestos, de facto o en potencia, sosegaban mi espíritu; Chèrie calmaba mi cuerpo. El sumatorio total de sucedáneos emocionales sintetizaba morfina.

Y aun así, no podía dormir.

Las noches devenían arrítmica sucesión de abruptos despertares, barroca galería de heterogéneos estados de inconciencia, náusea histérica, un tictac enloquecedor desenfrenado en caída libre hacia el minuto oficial del despertar. En la madrugada, soñé con Chèrie. Estábamos en una cafetería concurrida hablando de nuestro simulacro de relación. Era extraño, pero Chèrie quería algo más serio. En ese momento llegaba Bourgeoise, tremendamente enfadada por alguna razón. Yo empezaba a sentirme culpable por ambas, por Dios y por el mundo, y en un alarde de inusitada astucia onírica, optaba por callar para no empeorar la situación. Soñaba que viajaba en tren llevando sólo mi guitarra. Soñé con entierros de filósofos, también; yo cargaba siempre el ataúd a hombros. Soñé que cortaba mis dedos uno a uno con un cuchillo al ritmo sincopado del dormirse-despertarse apresurado, entre gemidos, vueltas, giros, un distópico ballet en cama insoportable fluctuando entre la realidad material y el sueño. Finalmente desperté aterrorizado y malhumorado; sabía que ya no podría volver a descansar en toda la noche, triste calurosa noche cerrada de primavera. Resignado, me serví un whisky y abrí la ventana. A lo lejos se oía el bandoneón, una milonga triste bailando abrazada a la luna menguante, y los maullidos de los gatos en celo en el amargo arrabal taciturno, bajo el burlón mirar de las escasas estrellas. Definitivamente echo de menos hacer el amor, pienso, y se me ocurre que Bourgeoise quizá tampoco duerma esta noche. A mi lado, Chèrie se mueve en sueños en la cama.


.

Tardanza

Parecía una caja de música muy pequeña. O un reloj de bolsillo demasiado grande. Y tenía una ranura diminuta por donde debía entrar la llave que le daba cuerda.
-Tengo que encontrarla. -había dicho en voz alta-. Si no encuentro la llave, se detendrá.
El reloj se lo había regalado su padre cuando acabó la carrera y había pasado años acumulando polvo en el cajón de la mesilla de noche, hasta que la mesilla de noche se había marchado con el camión de mudanzas el día anterior, en una huida no demasiado romántica. Así que allí estaban él, una de las sillas que habían decidido dejar en el piso, el verano agonizando en la ventana y la mesa sobre la que el reloj contemplaba la habitación.
Había metido la última de las cajas en el maletero de su coche y pensado darle al reloj un nuevo hogar temporal en la guantera. Pero no encontraba la llave y sin llave era inútil abrirlo y exponer el tiempo fuera de ningún cajón. Se pararía en cualquier momento.
Estaba nervioso y la manija del segundero le golpeaba los tímpanos. Había revuelto lo poco que quedaba de su casa pero la llave no aparecía, ni debajo de la cama, ni en el armario del cuarto de baño, ni en los estantes del pasillo o la cuerda del tendedero. No estaba en ningún cajón ni en ningún rincón de su memoria. No recordaba qué noche le había dado cuerda por última vez pero allí seguía palpitando cada vez más débil.
Había recorrido la casa con las manos temblándole y mirando una y otra vez los mismos lugares donde ya había mirado. No estaba en el escritorio de la salita, ni entre las macetas del balcón. No estaba detrás de la nevera, ni en los fogones, ni en el cajón de los cubiertos, ni el suelo, ni en la bolsa de la aspiradora. Y seguro que no la había metido en ninguna de las cajas de mudanza. De repente no recordaba qué aspecto tenía aquella llave.
Llamó a su mujer y le preguntó si sabía algo al respecto, ella le dijo que qué hacía que no había salido ya para allá, que su hija y ella le esperaban, que estaban sacando las cosas del camión, que tenía que procurar coger tal autopista y no tal otra, que había atasco, que los vecinos parecían muy simpáticos, qué se olvidara del reloj. Él le gritó y maldijo a sus jefes que le obligaban a hacer aquel traslado estúpido, que después de veinte años de trabajo esa no era la manera de agradecérselo, que qué cabrones, que no encontraba la llave, que quería llevarse el reloj. Ella le dijo que no tenían tiempo para tonterías.
Así que colgó. Era verdad, no tenían tiempo. Cada vez tenían menos tiempo y el reloj se iba a parar. Sacó un cigarrillo y lo encendió. La primera calada le hizo toser. Dejó que el humo le arañase la garganta y lo echó sobre las tapas metálicas del reloj. Ya llegaba lo bastante tarde como para querer que el tiempo continuase corriendo en aquel lugar. Apagó la colilla sobre la mesa. Aquel era el último, se prometió.

Cuando cerró la puerta de la que ya no sería su casa, ni su ciudad, ni su vida; el reloj le dirigió una última mirada de desdén sin moverse del sitio. Hizo tic sobre la mesa. Y la llave, ignorada en todos sus intentos de ser encontrada, se despidió tintineando en el bolsillo del pantalón, sin saber en qué rincón del piso quedaría el último tac.

Como árboles

Quién hubiera dicho
que estos poemas de otros
iban a ser
míos

después de todo hay hombres que no fui
y sin embargo quise ser
si no por una vida al menos por un rato
o por un parpadeo

en cambio hay hombres que fui
y ya no soy ni puedo ser
y esto no siempre es un avance
a veces es una tristeza

hay deseos profundos y nonatos
que prolongué como coordenadas
hay fantasías que me prometi
y desgraciadamente no he cumplido
y otras que me cumplí sin prometérmelas

hay rostros de verdad
que alumbraron mis fábulas
rostros que no vi más pero siguieron
vigilándome desde
la letra en que los puse

hay fantasmas de carne otros de hueso
también hay los de lumbre y corazón
o sea cuerpos en pena almas en júbilo
que vi o toqué o simplemente puse
a secar
a vivir
a gozar
a morirse
pero además está lo qe advertí de lejos

yo también escuché una paloma
que era de otros diluvios
yo tambén destrocé un paraíso
que era de otras infancias
yo también gemí un sueño
que era de otros amores

asi pues
desde este misterioso confín de la existencia
los otros me ampararon como árboles
con nidos o sin nidos
poco importa
no me dieron envidia sino frutos

esos otros están
aqui

sus poemas
son mentiras de a puño
son verdades piadosas

están aqui
rodeándome
juzgandome
con las pobres palabras que les di

hombres que miran tierra y cielo
a través de la niebla
o sin sus anteojos
también a mí me miran
con la pobre mirada que les di

son otros que están fuera de mi reino
claro
pero además
estoy en ellos

a veces tienen lo que nunca tuve
a veces aman lo que quise amar
a veces odian lo que estoy odiando

de pronto me parecen lejanos
tan remotos
que me dan vértigo y melancolía
y los veo minados por un duelo sin llanto
y otras veces en cambio
los presiento tan cerca
que miro por sus ojos
y toco por sus manos
y cuando odian me alegro de su rencor
y cuando aman me arrimo a su alegría

quién hubiera dicho
que estos poemas míos
iban a ser
de otros.


Mario Benedetti


Texto de inicio de la segunda sesión del taller.

Piedad

Abel Gilbert Canto 08/05/09




El maletín repleto de billetes sonó estrepitosamente contra la mesa de madera de la cafetería de Queira, el Lago azul era la única dirección que indicaba el diminuto papelito, pero Robert no necesitaba más indicaciones, era el local donde se movían todos los negocios sucios de la ciudad, no quería acudir a la cita, pero no tenía otra elección. El nerviosismo le apretaba en la boca del estómago de forma que casi le obligaba a vomitar. Intentó tranquilizarse pensando en todo lo que había pasado, en todas las situaciones límite, no podía ponerse nervioso por una simple cita, una cita que llevaba años esperando, aunque nunca había imaginado que fuera de esta manera, nunca en estas circunstancias, nunca en este asqueroso local.

La espera aumentaba aún más la presión en el estómago, cada segundo era una punzada , cada minuto aumentaba la velocidad de su cerebro, los recuerdos lo mataban y lo deleitaban, la adrenalina le subía hasta explosionar en el golpe del maletín, sabía que al levantar la cabeza la volvería a ver tras tantos años.

Gracias por haber venido.- Le dijo
¿Como no iba a venir?, después de tanto tiempo...- Robert se levantó, la miró unos segundos, y le dio un largo abrazo con los ojos cerrados, sintiendo su calor, como lo había sentido tantas veces, rozando con su piel, con su pelo, con su aroma.

Se sentaron, ella estaba muy apenada, pero era una mujer muy dura y sólo mostraba la inmensa ira que convivía con esa tristeza. Robert ya estaba más tranquilo, la presión del estómago había disminuido, pero al asomarse a la profundidad de sus ojos esa presión fue sustituida por el vértigo. Ella se encendió un cigarrillo, dejó el mechero en la mesa y cogió aire.

Dime, ¿que tal te encuentras?- Le preguntó Robert
Siento decirte que mal, por eso te he citado, necesito algo.-
Ya, me extrañaba que quisieras verme, tampoco se porque he venido, después de todo lo que he sufrido por ti.-
¿que tu has sufrido por mi?, por favor...- le replicó con aires de superioridad.

Robert recordó en ese momento todas las discursiones, incluso las más irrelevantes, todas con ese tono, todas le superaban, pero aún así siempre la había querido, no era su tono lo que le hacía sufrir, no eran sus discursiones lo que le habían hecho pasar tantas horas de angustia. Queira se acercó para tomarles nota, cruzó una mirada de complicidad con Robert, pero no le dijo nada, aunque habían sido buenos amigos, habían luchado codo a codo, se habían salvado la vida mutuamente, habían abierto silenciosas gargantas al mismo tiempo mirándose con la misma mirada de complicidad, pero en el Lago azul todo era diferente, nadie se involucraba en la mesa de otro, nadie se acercaba a saludar a nadie, todo el mundo sabía que cada mesa era absolutamente privada, y estaban estratégicamente situadas para tener esa misma privacidad, se podía hablar con completa seguridad, incluso la banda tocaba, no con el volumen perfecto para sus canciones, sino con el volumen perfecto para que la conversación se quedara en la mesa, como un efecto colchón para las palabras ilegales. El Lago azul te daba la garantía, no sólo de la privacidad de tu conversación, además de que policía nunca andaría cerca, Quiera tenía comprado a los cargos más influyentes, y aquel local estaba prácticamente vetado a cualquier policía de a pie, sólo políticos y jefes de policía entraban a por su dosis de hipocresía.

¿Les traigo alguna cosa?- preguntó muy correctamente Queira, normalmente no atendía a las mesas él mismo, pero evidentemente esta no era una mesa cualquiera, era más importante que la de los políticos y los jefes del estado policial.
A mi me traes un whisky.- dijo Robert.
¿Y a la señora?.-
Un Martini seco por favor.- contestó.

En el Lago azul los precios eran desorvitadamente caros, claro que no eran las copas lo que pagabas, ni siquiera el local ni la atención, era la seguridad de hacer un negocio sin ningún tipo de autoridad cerca, sin ninguna escucha, la única autoridad de ese local era la de Queira.

Y ¿que es eso que necestias?- Pregutnó Robert
Necesito que mates a alguien.- Afirmó fríamente.

Robert se incorporó, giró la cabeza hacia el interior del local y miró al vacío, cogió aire y esperó unos segundos antes de contestar;

No soy un asesino.- dijo al fin mientras las imágenes de su cuchillo desgarrando gargantas le llegaban a la mente.
Han secuestrado a mi hijo.- Dijo con la voz firme y casi amenazante, Robert sólo pudo percibir un diminuto toque de tristeza.
¿y quieres que yo lo rescate?.-
Sí, y que mates a todos los involucrados en el secuestro.-
Ya.- asintió con un suspiro irónico acompañado de media sonrisa.- te he dicho que no soy un asesino.-
Venga ya, ¿y toda esa gente que has matado?, preguntales a sus familias si eres un asesino.-
Eso era la guerra, todo hombre que iba allí sabía a lo que iba.-
Ya, y ¿cuantas veces has estado en las trincheras?, sabes que has matado más personas en fiestas que en el campo de batalla, por el amor de dios, ni siquiera llevabas traje de militar.-
Alguna vez si.- Robert agachó la cabeza al darse cuenta de la estúpida afirmación de su apresurada respuesta.
Llevas años siendo el asesino del estado, pero un asesino al fin y al cabo, se ahora mi asesino, te pagaré mejor que el ellos y obtendrás muchos más beneficios de los que te proporcionan, además, dime, ¿donde está ahora el gobierno?, renegando de ti, negándote, ellos te utilizan y te devuelven a las calles, y sabes que sin la protección de un pez gordo no serás nada en ellas.
Ya..., me pagarás, ¿con que?, ¿con el dinero sucio de tu marido?. El dinero que a sacado explotando a la pobre gente, prostituyendo a las hijas de los que ahora han secuestrado a tu hijo, no gracias, no quiero la limosna ni la protección del “pez gordo”.
No seas imbécil, sabes que necesitas las dos cosas, el Estado ya no te protege, y nosotros te necesitamos, necesito que salves a mi hijo.- el dolor empezaba a aflorar, la chica dura, fría, esa imagen se volvía borrosa apareciendo detrás el dolor de una madre, pero sólo en la superficie, ella no iba a dejar aflorara, pero sus ojos empezaban a empañarse, y su mirada a decaer casi penosamente.
Y los matones de tu marido, dime , ellos pueden hacer eso mucho mejor que yo, ellos si son asesinos.-
Este trabajo no es romperle las piernas a un deudor.-
Dirás a un hombre honrado a quien estorsionais y se niega a pagar.-
Este trabajo requiere muchas más habilidades que matar, habilidades para las que tú has sido entrenado, los matones de mi marido son unos brutos que no encontrarían ni a un elefante en la piscina municipal, y aún encontrándole no durarían ni dos segundos, y todo sería en balde, todo estaría perdido, mi hijo estaría perdido, necesitamos a un profesional, alquien con entrenamiento, alguien con experiencia en estas cosas..-
Esta bien.- dijo Robert al fin.- puedo hablar con Queira, reunir a algunos hombres, y crear un comando de rescate.-

Ella bajó la mirada y pensó un momento lo que iba a decir:

No es suficiente con rescatarlo, él quiere que los asesines, y lo más dolorosamente posible.-
¿Que quiere que asesine a una gente que sólo está defendiéndose?, sabes que él se lo ha buscado, sabes que se lo merece, claro que el pobre niño no tiene la culpa...- Paro en seco.- te he dicho que no soy un asesino.-

Ella rompió a llorar, no pudo aguantar más esa borrosa imagen, se echó contra la mesa, y al levantar la mirada ya no era penetrante, era angustiosa, vieja, miserable.

Salva a mi hijo por favor- dijo entre sollozos - si alguna vez me has querido salva a mi hijo.

Si alguna vez la había querido, por supuesto que la había querido, con toda su alma, empezó a recordar todos los buenos momentos a su lado, nunca se había sentido tan sereno como en aquellos tiempos, nunca había estado tan cerca de la divinidad, de lo místico.

Sí te he querido, y mucho.- le dijo al fin, y empezó a levantarse suavemente.- no quiero el dinero.- le dijo mientras arrastraba el maletín con la yema de los dedos.- ni tampoco su protección.

La cogió fuertemente por la cintura y le dio un larguísimo beso sabiendo que era el último que le daría, y la última vez que la vería. Se miraron a los ojos.

Entonces... ¿lo harás?.- preguntó ella. Y sin dejar de mirarla a los ojos le contestó.
No.-

Robert dio media vuelta y se marchó dejándola con la mirada perdida sin poder reaccionar, había disfrutado con todo aquello, y más iba a disfrutar cuando asesinaran al niño.


lunes, 15 de junio de 2009

The End

Existe un lugar más allá de toda cordura donde fallidos prototipos de dios observan con sus pupilas de pizarra fría una lejana y fulgurante estrella llamada “hogar”. Mientras, los siglos se deslizan como lluvia triste por el escabroso laberinto que forman las escamas de la gran serpiente asfaltada, y las vidas de sus habitantes quedan inscritas en sus circunvoluciones intrincadas.
¡Oh, gran ofidio de cemento, que llevas a los incautos por tus senderos sinuosos, nunca dejándoles tiempo para que recapaciten sobre el sentido de su marcha! Creen ellos que encontrarán en tus horizontes que se limitan a unos pocos pasos la respuesta al completar el camino.
A medida que avanzamos, el mórbido misterio se entrelaza, y las prisiones y asilos, con sus celdas gangrenadas celando a los confinados, muéstranse en todo su esplendor.
Por el camino obsérvase la naturaleza de cada uno de estos garantes de fragilidad: algunos, embebidos en su retraimiento extático, meditan sobre su existencia; otros golpean sus cuerpos contra barrotes invisibles ansiando salir; los más inteligentes resuelven coser con hilos de conformismo sus mandíbulas y arrancar con los garfios devorados por el óxido que tienen por manos cualquier atisbo de horror que pueda penetrar en sus cuencas; empero, una clase muy extraña de ser abraza ese horror y enardece desmesuradamente su libido cuando rememora el amor que alguna vez pudo tener por la supurante superficie de la idiota carne riente.
¿Oyen eso? ¿Qué es ese ruido? Tranquilícense, nada más que el zalamero sonido de sus cabecitas inquietas queriendo funcionar. No lo conseguirán.
Mas sólo el final les aguarda, el fin más absoluto: La Puerta de los Huesos, una ciclópea construcción, un costillar esquelético, un espinazo derruido que guarda en sus entrañas todo misterio incognoscible y que habla sin que le preguntes, se abre custodiado por otra sierpe de más reducidas dimensiones con cuerpo invadido por la obscura coloración del musgo que invade y resquebraja puertas con su maleza, y su abigarrado cráneo de ser humano risueño nos habla, y tercia con un volteo alegre de su sombreo de copa:
¡Felicidades, éste es el fin del trayecto y de toda la atracción! ¡Esperamos que haya disfrutado y... no se admiten devoluciones!

domingo, 14 de junio de 2009

Ahogada en una lata de berberehos


Por Silvia Siles


Y ahora vivía angustiada por la perdida, tumbada en el suelo alimentándose de latas de berberechos y el tabaco de su pipa, y perdiendo la consciencia de cuando en cuando para olvidar. No sabía cómo había llegado allí, sólo que no podía ir muy lejos sin que la angustia se apoderara de su cada vez mas débil cuerpo, de su cada vez mas efímera existencia. Los espejos habían desaparecido y ya no sabía como era su cara, de que color eran sus ojos ni como habría cambiado la forma de sus cejas. Empezó a recogerse el pelo con lápices de colores por las molestias que este le ocasionaba, sobre todo a la hora de comer, y contempló, con asombrosa impasibilidad, como se demacraba con los días. Perdió la noción de tiempo, “de día” y “de noche” eran expresiones carentes por completo de significado para ella, no volvió a ver el sol, ni la lluvia, ni el cielo. De vez en cuando alguien tocaba al timbre, propaganda, el cartero, gilipollas, nunca contestaba, en realidad nunca estaba. Dejó de entrar en algunas de las habitaciones de aquella casa abandonada al abandono, casi como ella, y su vida transcurría de la cocina, al baño y de allí al comedor, con visitas ocasionales a la habitación contigua, pero nunca mas allá del balcón. Imaginaba que la buscaron, la gente hace esas cosas cuando alguien desaparece, pero las posibilidades de encontrarla disminuían con el paso de los días, Nadie sabía que dejó su ciudad, Nadie sabía que ocupó otro piso, Nadie sabía que sacó todo su dinero de las tarjetas de crédito para no tener que recurrir nunca mas a un cajero y que pedía que le llevaran la compra a casa siempre con el nombre de una antigua compañera del colegio. Nadie la visitaba de cuando en cuando, le llevaba ropa y algún otro libro que devoraba en las horas muertas, veinticuatro cada día, le hacía compañía un rato cada semana, nunca más de lo necesario, nunca mas que otras veces. Y así transcurrieron sus días carente de número y de nombre, y así pasaron sus horas muertas, veinticuatro cada día, los mismos días cada año excepto el cuarto, cuando el veintinueve de Febrero salía a la calle con sus botas, el abrigo de piel sintética de su abuela, la pipa y un sombrero. De vez en cuando le lanzaba gatos a los transeúntes, pero eso eran las menos veces, le sabía mal por los gatos. Nunca volvió a plantearse nada, nada siquiera que no se planteaba nada, su vida se convirtió en el incesante goteo de los minutos que hicieron un mar de días, que ahogó a una vieja excéntrica en una lata de berberechos.

viernes, 5 de junio de 2009

Sin título

Es solo un hombre leyendo de pie frente a las vías del metro. No tiene nombre ni cara.

El libro que lee tiene el título borroso, y poco importa lo que haya impreso dentro. La mochila a sus pies está vacía, y no es de ningún color.

Ni va a algún destino, ni viene de ningún sitio, no es alto ni bajo, ni lleva gafas o deja de llevarlas.

No existe ningún sitio donde le gustaría estar, salvo en otra parte. Lo triste es que al llegar a otra parte, seguramente deseará no estar allí. Poco hay que le importe en cualquier sitio, salvo el fragmento de cartón y papel que lleva entre las manos, el siguiente cigarrillo, y él mismo.

Su difuso reloj, le indica que el tren se retrasa ya demasiado. Pero a él el tiempo no le importa, puesto que no tiene adonde ir, ni prisa por llegar allí. Y se sienta a esperar, volcando su cabeza sobre el libro al que ha dedicado la última media hora.

Habla de sujetos, objetos, lugares y tiempo, y los de este libro son los únicos a los que él le gustaría conocer, poseer, ir y pasar.

Levanta la cabeza y observa la llegada de un metro, sin sorprenderse, oyendo las irritantes expresiones de satisfacción de esa gente que sí va a alguna parte.

El tren se detiene, y la gente abre sus puertas y entra. Él procede del mismo modo, aún después de percibir un detalle que, si bien no le importa, mueve a actuar a su curiosidad.

Y se sienta y sigue leyendo.

“¿Nadie más se ha dado cuenta de que el tren venía vacío, de que a través de las ventanillas solo había oscuridad, y del cartel de sin servicio?”

Pero a él le da igual, porque no le importa adonde vaya, puesto que no tiene a donde dirigirse, ni prisa por llegar, ni nadie que le espere.

El tiempo transcurre lentamente fuera de él, pero de forma rápida y atropellada a medida que va leyendo las páginas, e imaginando esos lugares y tiempos.

Las personas a su alrededor conversan, gritan… Oye el sonido que algunos niños producen al corretear cerca de él. Pero nada de esto le molesta, puesto que él en realidad no está allí. Seguramente, no está en ninguna parte, y sin duda lo prefiere así.

Tras un tiempo, extrae la mirada de su libro, y vuelve a observar a su alrededor. Sin duda el tiempo no pasa fuera de él, puesto que todo sigue igual, a excepción de las últimas veinte páginas de su libro, que se han alojado en su mente. Contempla la multitud que le rodea y ve la misma cara en todas esas personas, la misma cara aburrida y sin ningún tipo de interés.

Unos eternos segundos después, vuelve a sumergirse en su mundo de papel.

Llega un momento en que se vuelve sordo y ciego a lo que le rodea, a los empujones de los impacientes y a las ancianas que le piden el asiento, a los gritos de una mujer al que supuestamente es su hijo, a la voz que anuncia la siguiente parada, al pitido de las puertas al intentar abrirse en un momento incorrecto… Su atención, sus sentidos, su mente, y todo él se hallan en otro lugar.

Unas páginas después, vuelve a desencorvar su espalda y levantar la cabeza. No sabe cuanto tiempo ha pasado desde la última vez, pero todo sigue igual. El hecho de que la mujer ya no grite o los impacientes dejen de empujar no le importa lo más mínimo. El hecho de que ninguno de ellos esté en el vagón no cambia nada. El hecho de que el vagón se haya convertido en un túnel oscuro y vacío que corretea veloz no le inmuta. Él ni siquiera está ahí.

Su tiempo vuelve a girar en cuanto vuelve a sumergirse en su mundo, el único que le importa. Mientras sigue leyendo, es ajeno a todo lo que sucede y no sucede a su alrededor, a las curvas que se van tomando, la aceleración de los vagones, los niños que ya no gritan.

Pero una vez se acaban las páginas, está obligado a levantar la vista, y reconocer que el tren no se ha detenido en ninguna parada, que cada vez la oscuridad es mayor, que los ladrillos que velozmente pasaban a su lado ya no son ladrillos, sino fragmentos de roca viva.

No sabe cuanto tiempo lleva allí sentado, ni lo lejos que está de los sitios en los que no quiere estar. A pesar del movimiento del tren, el silencio reina en toda su extensión. Las luces se han extinguido, y la oscuridad lo llena todo. Y el tren sigue, cada vez más lejos.

Sus gritos desesperados no producen eco, y sus carreras de extremo a extremo son inútiles. La cabina del piloto está cerrada, y ya apenas se ve nada tras las ventanas.

Se lanza por el suelo, patalea, grita como un niño gritaría al verse despertar de una pesadilla en una habitación oscura. Destroza sus manos contra las paredes y los asientos.

Y llega el momento en que su mente le dice que ya es bastante, que no tiene sentido, que se siente y se olvide de todo. Y él obedece.

Porque este hombre recuerda que no le importa adonde ir, puesto que no tiene a donde dirigirse, ni prisa por llegar, ni nadie que le espere.

Y vuelve a abrir su trozo de papel y cartón por la página 4.