martes, 30 de junio de 2009

La playa

¿que te has pasado la vida entera aprendiendo a no tener memoria?

Verás, lo cierto es que la mayoría lo piensa con esa estúpida metáfora del ordenador, la RAM y el disco duro, pero toda esa historia, ¡bah!, es una chorrada. Al final, esto es como todo lo demás, una cuestión de costumbre. Si lo hubiera pensado bien, probablemente habría tomado notas del proceso, de ese modo podría por un lado demostrárselo a todos, y por otro lado, deshacerme de la incertidumbre acerca de los detalles. Pero supongo que al principio debí afrontar la empresa con bastante escepticismo, pues si no no se explica que no lo hiciera. Aunque ¿sabes? quizás no lo hice porque tal vez habría sido un impedimento, seguramente el mantener un hábito que me pusiera en relación con mi memoria habría sido contraproducente. ¡O no!, no lo se, da igual. Sea como fuere no lo hice. Y de haberlo hecho no estaríamos hablando de ello pero no lo hice.

Aunque bien pensado, es posible que tomara notas pero que en algún momento olvidara que lo estaba haciendo y ahora esas notas estén por ahí entre mis trastos...

... las buscaré...

¿Por donde iba? Ah si, te estaba contando que es una cuestión de costumbre. En realidad no niego que ciertas disposiciones del carácter sean más favorables a la hora de intentarlo, pero en cualquier caso, estoy convencido de que la genética es irrelevante en esto. Incluso la dieta es irrelevante.

Seguramente el hecho de que yo sea una persona relativamente insensible y altamente racionalizadora me puso las cosas más fáciles, pues hace tiempo que se sabe que la emoción actúa en el cerebro como pegamento para los recuerdos, pero estoy seguro de que también se puede aprender a ser insensible y racional, y de que el esfuerzo en ser olvidadizo redunda retroalimentativamente en que aquellas cualidades sean más fáciles de adquirir. Al fin y al cabo, cuanto antes se te olviden las cosas, antes dejarán de afectarte.

Así que, como te decía, es una cuestión de costumbre y supongo que hay un día en el que decidí empezar a dejar de recordar las cosas. Y supongo que cuantas menos cosas recordara, más fácilmente olvidaría las siguientes. Hasta llegar a hoy, que es el único día que recuerdo y ni siquiera entero. Tampoco es que sea impedimento para llevar una vida normal.

Aprendes a aprovechar los recursos externos cuando te hace falta algo similar a una memoria y además aprendes a utilizarlo sólo cuando realmente vale la pena. La mayoría de las personas a tu alrededor ni siquiera notan la diferencia, es tan fácil fingir que simplemente eres despistado, o aprender a deducir por el contexto y la situación lo que hay que decir en cada caso... incluso es posible desarrollar competentemente cualquier puesto de trabajo. Yo seguramente he tenido muchos trabajos distintos, al menos eso dice mi "vida laboral"...

... supongo que lo más complicado es aprender a tratarse a uno mismo como a un extraño cualquiera. en realidad es más difícil predecir el propio comportamiento...

¿Lo mejor? supongo que poder disfrutar siempre de lo mismo como la primera vez. O quizás, sea la ausencia total de remordimientos o culpabilidad...

¡Ey! pss, pss, mira mira, ¿ves? Ya está el paciente de la 104 contándole otra vez esa historia al espejo, jajaja... Dicen que tiene una fuerte lesión cerebral y que lo encontraron hablando sólo en un parque, deshidratado, desnutrido y con la ropa destrozada...

¡No idiota! Eso son estupideces y leyendas urbanas. Ese tipo apareció un día aquí, se presentó por su propio pié y pidió el ingreso. Los psicologos y los psiquiatras, le hicieron tests y le dijeron que estaba bien, que no debía permanecer aquí, pero el insistió y les pidió que le dieran unos días de prueba, y que si después seguían pensando lo mismo se iría. Se quedó y comenzó a "empeorar", pero nadie sabe qué es lo que le pasa, y todos le llaman tick tack, porque puedes poner en hora un reloj si sigues atentamente la rutina de sus costumbres diarias.

lunes, 29 de junio de 2009

Tic tac

Hoy estoy contento porque he encontrado a mi mejor amigo. Se llama Legión y está solamente en mi cabeza. Lo conocí, como se suelen encontrar a los grandes amigos, en una noche de fiesta. Lo vi por primera vez a la lumbre de los parpadeos rotulares de una famosa discoteca, donde rebaños de humanoides acuden en tropel como mosquitos a la luz. Se me presentó en el pleno clímax musical, cuando vista y oído copulan en una danza extática de regocijo hiriente, llegando hasta lo más profundo del alma, a esa región no modulada por cultura alguna y donde los corazones de los hombres no semejan ser menos grotescamente cenagosos que el petróleo de la época de la angustia y la pérdida de Dios.
“Sígueme”, dijo. Y marché tras sus pasos sin mediar palabra.
Hízome cosquillas en el cerebro, repetida, intensa y vorazmente hasta que reía con sosiego al ver que mi cabeza se convertía en gelatina. Él dio un giro de ciento ochenta grados a mi perspectiva de la realidad. Gracias a su amistad sé que no debo juntarme más con aquellos caníbales con fauces de hiena ensangrentada que se arrastran cuales sombras alargadas e ingieren entre sí desvergonzados, sin pudor por lo que su comportamiento pueda afectar a los más débiles. Estiran y estiran de tus intestinos y juegan con tu mente, diciendo que encima es por tu propio bien. Mas bajo su fingida sinceridad yacen sonrisas malignas que sólo Legión puede ver y purgar.
Honestamente, no sabría qué hacer si Él me abandonase a la intemperie, frente a Ellos, ante la masa carnívora.
Antes solía quedarme quieto contemplando cómo la vida se me escapaba filtrándoseme entre las manos, con gesto impertérrito digno de un cuerdo.
Pero “libertad” y “deber” ya no son para mí meros vocablos que aparecen en los libros de texto. Con Él ya no tengo que preocuparme por el tic-tac incesante del reloj, de las burbujas que afloran lentamente y con las cuales agonizan millones en sus jaulas de antibióticos y antidepresivos baratos.
Y ¡cosa extraordinaria!, ahora puedo dormir mientras escucho hipnótica nana, y me elevo a fuera del perímetro donde solía circunscribirme junto al resto, a un sitio donde no hay estrellas y floto, inmaculado, como el susurro de las voces del viento en los helechos encorvados.
Lo único que ahora dejan contar de mi vida anterior son los numerosos mimos y expresos cuidados que Mamá me procuraba. Siento mucha pena ahora que recuerdo, en perspectiva, que su hijo falleció aquella fatídica noche entre aullidos desesperados.



Atentamente, el Ser Humano

domingo, 28 de junio de 2009

Tic-Tac

Por Silvia Siles

En el fondo de todo aquello solo estaba la necesidad de escapar, de salir corriendo y no parar nunca; en el fondo de ese recuerdo, solo dormía plácida esa felicidad de segunda fila que creía entender; en el fondo de aquella nostalgia sólo habían fotos como diapositivas que pasaban demasiado deprisa... (demasiado despacio...) En el fondo de aquel pensamiento, de aquella angustia, solo podía escuchar el incesante tic tac... Ajena a todo, al tiempo y al espacio, echó a volar sin alas en el vacio y pensó que aquel tic tac no existía. Sólo era angustia, como aquella noche que se despertó en una casa ajena y quiso buscar al amor de su vida porque el ritmo de aquel reloj se empeñaba en recordarle que se le pasaba el arroz. Y tic tac sólo era angustia. Y pensar que cada tic tac era un segundo que despreciaba era desperdiciar otro tic tac pero le era imposible evitar pensar que estaba desperdiciando otro segundo. Y tic tac solo era angustia. Las cosas no deberían ser tan complicadas -pensó. Las cosas no deberían depender ni contar solo en un tic tac. Y aquel filósofo de metro y medio estaría equivocado, y el tiempo, no sería un absoluto, y yo ahora no estaría quitándoles la pila a todos estos relojes.

sábado, 27 de junio de 2009

Quemar las naves (nocturno)

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“Entra la luz y asciendo torpemente
de los sueños al sueño compartido”

Jorge Luís Borges, Despertar

Cuando Bourgeoise me dejó, por primera vez en mi vida, dejé de dormir. Tuve oportunidad pues de conocer a fondo el singular mundo del insomnio y su amplia red de turbadoras consecuencias. En aquel entonces, yo sólo podía no podía soportar el dulce blues, el tango cruel, así que aquella noche, al bajar a beber al Rollin’ Blues con los demás, aletargado por la falta de sueño y depresivo en extremo por causa del aún reciente desengaño, me sentí ciertamente algo cohibido, un pez fuera de un agua antaño conocida pero hoy turbia, oscura de impurezas. El vino negro, la guitarra andante, la conversación sugestiva y el vaporoso vestido luz-de-luna de Silence, consiguieron no obstante devolverme parte del habitual entusiasmo que siempre acompaña mis incursiones al angosto melancólico local, y hasta lograron resucitar cierta pulsión erótica que creía desterrada de mi cuerpo desde el canto del cisne de Bourgeoise. Lamenté entonces mi aspecto desaliñado, pálido, demacrado por culpa del insomnio y las semanas de solitaria convalecencia espiritual. Conmigo en el bar estaba, como no, buena parte de la juventud intelectual wittgensteniana, sintiéndose unos a otros en la húmeda neblina, sumergiéndose con el rítmico balanceo de rigor en la volátil cadena de solos, ora desenfrenados ora plañideros, que dictaban el compás al que batían nuestras sienes, palpando la comunión de los santos en la línea de bajo subterránea, el milagro de la transfiguración en el llanto de la armónica vibrante acelerada, con la plañidera lírica negra reflejo de nostalgias, tristezas y desencantos sexuales, recordándome a mi pesar que echaba de menos hacer el amor, y que lo que me mantenía en perpetuo estado de nerviosismo no era más que la angustia que me suponía imaginar a Bourgeoise con otro hombre. Traté de conjurar el Horror - empujar siempre hacia abajo, al subconsciente, ¡tan placentero y tan sencillo! - concentrándome una vez más en otra idea a la que llevaba días dando vueltas, a saber: por causa de una serie de conversaciones con el bendito Clochard, me planteaba seriamente quemar al fin las naves del racionalismo, lanzar por la borda mi brillante futuro como escritor de panfletos comerciales y octavillas revolucionarias, y consumir mis escasas fuerzas vitales restantes en el ejercicio del noble arte del terrorismo de vanguardia - la expresión era del propio Clochard.

- El terrorismo es arte de vanguardia, amigo Prochain. – me decía días antes en el Kafka, cerveza en mano - Es una práctica creativa, un poema escrito a letra fuego en tinta gasolina. Es una acción ritual, una genuina expresión de sufrimiento vital, del dolor del mundo de Goethe.

Para Clochard el terrorismo suponía un medio más de llevar a cabo su venganza contra las instituciones que habían frustrado nuestra pequeña revolución estudiantil. Le habían diagnosticado un caso especialmente virulento de gingivitis ulcerosa tipo boca de trinchera que consumía sus mandíbulas a una velocidad endiablada y le hacía estar más frenético que de costumbre. No pude dejar de apuntar lo bien que concordaba la necrosis con su personalidad, y opiné que era sin duda la enfermedad que mejor se le ajustaba. En cuanto a mi, probablemente la idea me atraía tanto porque no podía imaginar nada que pudiera horrorizar más a Bourgeoise que la violencia irracional y el terrorismo. Además, claro, estaba sediento de pantomima apaciguadora, de opiáceos para lobo estepario, de dramática brutalidad catártica. Porque todo el absurdo asunto del terrorismo no era más que un recurso elusivo más para aliviar mi quebrada autoestima, y un proyecto baladí como otros tantos – fueran filosóficos, políticos o literarios -, destinado a distraer mi pensamiento del verdadero problema que aquejaba mi superego moribundo carnaza-de-psiquiatra. Paradoja moral: mi sentimiento de culpabilidad engendra siempre actividad social provechosa. Trataba de actuar como si la obra de teatro tuviera un sentido. Los quehaceres autoimpuestos, de facto o en potencia, sosegaban mi espíritu; Chèrie calmaba mi cuerpo. El sumatorio total de sucedáneos emocionales sintetizaba morfina.

Y aun así, no podía dormir.

Las noches devenían arrítmica sucesión de abruptos despertares, barroca galería de heterogéneos estados de inconciencia, náusea histérica, un tictac enloquecedor desenfrenado en caída libre hacia el minuto oficial del despertar. En la madrugada, soñé con Chèrie. Estábamos en una cafetería concurrida hablando de nuestro simulacro de relación. Era extraño, pero Chèrie quería algo más serio. En ese momento llegaba Bourgeoise, tremendamente enfadada por alguna razón. Yo empezaba a sentirme culpable por ambas, por Dios y por el mundo, y en un alarde de inusitada astucia onírica, optaba por callar para no empeorar la situación. Soñaba que viajaba en tren llevando sólo mi guitarra. Soñé con entierros de filósofos, también; yo cargaba siempre el ataúd a hombros. Soñé que cortaba mis dedos uno a uno con un cuchillo al ritmo sincopado del dormirse-despertarse apresurado, entre gemidos, vueltas, giros, un distópico ballet en cama insoportable fluctuando entre la realidad material y el sueño. Finalmente desperté aterrorizado y malhumorado; sabía que ya no podría volver a descansar en toda la noche, triste calurosa noche cerrada de primavera. Resignado, me serví un whisky y abrí la ventana. A lo lejos se oía el bandoneón, una milonga triste bailando abrazada a la luna menguante, y los maullidos de los gatos en celo en el amargo arrabal taciturno, bajo el burlón mirar de las escasas estrellas. Definitivamente echo de menos hacer el amor, pienso, y se me ocurre que Bourgeoise quizá tampoco duerma esta noche. A mi lado, Chèrie se mueve en sueños en la cama.


.

Tardanza

Parecía una caja de música muy pequeña. O un reloj de bolsillo demasiado grande. Y tenía una ranura diminuta por donde debía entrar la llave que le daba cuerda.
-Tengo que encontrarla. -había dicho en voz alta-. Si no encuentro la llave, se detendrá.
El reloj se lo había regalado su padre cuando acabó la carrera y había pasado años acumulando polvo en el cajón de la mesilla de noche, hasta que la mesilla de noche se había marchado con el camión de mudanzas el día anterior, en una huida no demasiado romántica. Así que allí estaban él, una de las sillas que habían decidido dejar en el piso, el verano agonizando en la ventana y la mesa sobre la que el reloj contemplaba la habitación.
Había metido la última de las cajas en el maletero de su coche y pensado darle al reloj un nuevo hogar temporal en la guantera. Pero no encontraba la llave y sin llave era inútil abrirlo y exponer el tiempo fuera de ningún cajón. Se pararía en cualquier momento.
Estaba nervioso y la manija del segundero le golpeaba los tímpanos. Había revuelto lo poco que quedaba de su casa pero la llave no aparecía, ni debajo de la cama, ni en el armario del cuarto de baño, ni en los estantes del pasillo o la cuerda del tendedero. No estaba en ningún cajón ni en ningún rincón de su memoria. No recordaba qué noche le había dado cuerda por última vez pero allí seguía palpitando cada vez más débil.
Había recorrido la casa con las manos temblándole y mirando una y otra vez los mismos lugares donde ya había mirado. No estaba en el escritorio de la salita, ni entre las macetas del balcón. No estaba detrás de la nevera, ni en los fogones, ni en el cajón de los cubiertos, ni el suelo, ni en la bolsa de la aspiradora. Y seguro que no la había metido en ninguna de las cajas de mudanza. De repente no recordaba qué aspecto tenía aquella llave.
Llamó a su mujer y le preguntó si sabía algo al respecto, ella le dijo que qué hacía que no había salido ya para allá, que su hija y ella le esperaban, que estaban sacando las cosas del camión, que tenía que procurar coger tal autopista y no tal otra, que había atasco, que los vecinos parecían muy simpáticos, qué se olvidara del reloj. Él le gritó y maldijo a sus jefes que le obligaban a hacer aquel traslado estúpido, que después de veinte años de trabajo esa no era la manera de agradecérselo, que qué cabrones, que no encontraba la llave, que quería llevarse el reloj. Ella le dijo que no tenían tiempo para tonterías.
Así que colgó. Era verdad, no tenían tiempo. Cada vez tenían menos tiempo y el reloj se iba a parar. Sacó un cigarrillo y lo encendió. La primera calada le hizo toser. Dejó que el humo le arañase la garganta y lo echó sobre las tapas metálicas del reloj. Ya llegaba lo bastante tarde como para querer que el tiempo continuase corriendo en aquel lugar. Apagó la colilla sobre la mesa. Aquel era el último, se prometió.

Cuando cerró la puerta de la que ya no sería su casa, ni su ciudad, ni su vida; el reloj le dirigió una última mirada de desdén sin moverse del sitio. Hizo tic sobre la mesa. Y la llave, ignorada en todos sus intentos de ser encontrada, se despidió tintineando en el bolsillo del pantalón, sin saber en qué rincón del piso quedaría el último tac.

Como árboles

Quién hubiera dicho
que estos poemas de otros
iban a ser
míos

después de todo hay hombres que no fui
y sin embargo quise ser
si no por una vida al menos por un rato
o por un parpadeo

en cambio hay hombres que fui
y ya no soy ni puedo ser
y esto no siempre es un avance
a veces es una tristeza

hay deseos profundos y nonatos
que prolongué como coordenadas
hay fantasías que me prometi
y desgraciadamente no he cumplido
y otras que me cumplí sin prometérmelas

hay rostros de verdad
que alumbraron mis fábulas
rostros que no vi más pero siguieron
vigilándome desde
la letra en que los puse

hay fantasmas de carne otros de hueso
también hay los de lumbre y corazón
o sea cuerpos en pena almas en júbilo
que vi o toqué o simplemente puse
a secar
a vivir
a gozar
a morirse
pero además está lo qe advertí de lejos

yo también escuché una paloma
que era de otros diluvios
yo tambén destrocé un paraíso
que era de otras infancias
yo también gemí un sueño
que era de otros amores

asi pues
desde este misterioso confín de la existencia
los otros me ampararon como árboles
con nidos o sin nidos
poco importa
no me dieron envidia sino frutos

esos otros están
aqui

sus poemas
son mentiras de a puño
son verdades piadosas

están aqui
rodeándome
juzgandome
con las pobres palabras que les di

hombres que miran tierra y cielo
a través de la niebla
o sin sus anteojos
también a mí me miran
con la pobre mirada que les di

son otros que están fuera de mi reino
claro
pero además
estoy en ellos

a veces tienen lo que nunca tuve
a veces aman lo que quise amar
a veces odian lo que estoy odiando

de pronto me parecen lejanos
tan remotos
que me dan vértigo y melancolía
y los veo minados por un duelo sin llanto
y otras veces en cambio
los presiento tan cerca
que miro por sus ojos
y toco por sus manos
y cuando odian me alegro de su rencor
y cuando aman me arrimo a su alegría

quién hubiera dicho
que estos poemas míos
iban a ser
de otros.


Mario Benedetti


Texto de inicio de la segunda sesión del taller.

Piedad

Abel Gilbert Canto 08/05/09




El maletín repleto de billetes sonó estrepitosamente contra la mesa de madera de la cafetería de Queira, el Lago azul era la única dirección que indicaba el diminuto papelito, pero Robert no necesitaba más indicaciones, era el local donde se movían todos los negocios sucios de la ciudad, no quería acudir a la cita, pero no tenía otra elección. El nerviosismo le apretaba en la boca del estómago de forma que casi le obligaba a vomitar. Intentó tranquilizarse pensando en todo lo que había pasado, en todas las situaciones límite, no podía ponerse nervioso por una simple cita, una cita que llevaba años esperando, aunque nunca había imaginado que fuera de esta manera, nunca en estas circunstancias, nunca en este asqueroso local.

La espera aumentaba aún más la presión en el estómago, cada segundo era una punzada , cada minuto aumentaba la velocidad de su cerebro, los recuerdos lo mataban y lo deleitaban, la adrenalina le subía hasta explosionar en el golpe del maletín, sabía que al levantar la cabeza la volvería a ver tras tantos años.

Gracias por haber venido.- Le dijo
¿Como no iba a venir?, después de tanto tiempo...- Robert se levantó, la miró unos segundos, y le dio un largo abrazo con los ojos cerrados, sintiendo su calor, como lo había sentido tantas veces, rozando con su piel, con su pelo, con su aroma.

Se sentaron, ella estaba muy apenada, pero era una mujer muy dura y sólo mostraba la inmensa ira que convivía con esa tristeza. Robert ya estaba más tranquilo, la presión del estómago había disminuido, pero al asomarse a la profundidad de sus ojos esa presión fue sustituida por el vértigo. Ella se encendió un cigarrillo, dejó el mechero en la mesa y cogió aire.

Dime, ¿que tal te encuentras?- Le preguntó Robert
Siento decirte que mal, por eso te he citado, necesito algo.-
Ya, me extrañaba que quisieras verme, tampoco se porque he venido, después de todo lo que he sufrido por ti.-
¿que tu has sufrido por mi?, por favor...- le replicó con aires de superioridad.

Robert recordó en ese momento todas las discursiones, incluso las más irrelevantes, todas con ese tono, todas le superaban, pero aún así siempre la había querido, no era su tono lo que le hacía sufrir, no eran sus discursiones lo que le habían hecho pasar tantas horas de angustia. Queira se acercó para tomarles nota, cruzó una mirada de complicidad con Robert, pero no le dijo nada, aunque habían sido buenos amigos, habían luchado codo a codo, se habían salvado la vida mutuamente, habían abierto silenciosas gargantas al mismo tiempo mirándose con la misma mirada de complicidad, pero en el Lago azul todo era diferente, nadie se involucraba en la mesa de otro, nadie se acercaba a saludar a nadie, todo el mundo sabía que cada mesa era absolutamente privada, y estaban estratégicamente situadas para tener esa misma privacidad, se podía hablar con completa seguridad, incluso la banda tocaba, no con el volumen perfecto para sus canciones, sino con el volumen perfecto para que la conversación se quedara en la mesa, como un efecto colchón para las palabras ilegales. El Lago azul te daba la garantía, no sólo de la privacidad de tu conversación, además de que policía nunca andaría cerca, Quiera tenía comprado a los cargos más influyentes, y aquel local estaba prácticamente vetado a cualquier policía de a pie, sólo políticos y jefes de policía entraban a por su dosis de hipocresía.

¿Les traigo alguna cosa?- preguntó muy correctamente Queira, normalmente no atendía a las mesas él mismo, pero evidentemente esta no era una mesa cualquiera, era más importante que la de los políticos y los jefes del estado policial.
A mi me traes un whisky.- dijo Robert.
¿Y a la señora?.-
Un Martini seco por favor.- contestó.

En el Lago azul los precios eran desorvitadamente caros, claro que no eran las copas lo que pagabas, ni siquiera el local ni la atención, era la seguridad de hacer un negocio sin ningún tipo de autoridad cerca, sin ninguna escucha, la única autoridad de ese local era la de Queira.

Y ¿que es eso que necestias?- Pregutnó Robert
Necesito que mates a alguien.- Afirmó fríamente.

Robert se incorporó, giró la cabeza hacia el interior del local y miró al vacío, cogió aire y esperó unos segundos antes de contestar;

No soy un asesino.- dijo al fin mientras las imágenes de su cuchillo desgarrando gargantas le llegaban a la mente.
Han secuestrado a mi hijo.- Dijo con la voz firme y casi amenazante, Robert sólo pudo percibir un diminuto toque de tristeza.
¿y quieres que yo lo rescate?.-
Sí, y que mates a todos los involucrados en el secuestro.-
Ya.- asintió con un suspiro irónico acompañado de media sonrisa.- te he dicho que no soy un asesino.-
Venga ya, ¿y toda esa gente que has matado?, preguntales a sus familias si eres un asesino.-
Eso era la guerra, todo hombre que iba allí sabía a lo que iba.-
Ya, y ¿cuantas veces has estado en las trincheras?, sabes que has matado más personas en fiestas que en el campo de batalla, por el amor de dios, ni siquiera llevabas traje de militar.-
Alguna vez si.- Robert agachó la cabeza al darse cuenta de la estúpida afirmación de su apresurada respuesta.
Llevas años siendo el asesino del estado, pero un asesino al fin y al cabo, se ahora mi asesino, te pagaré mejor que el ellos y obtendrás muchos más beneficios de los que te proporcionan, además, dime, ¿donde está ahora el gobierno?, renegando de ti, negándote, ellos te utilizan y te devuelven a las calles, y sabes que sin la protección de un pez gordo no serás nada en ellas.
Ya..., me pagarás, ¿con que?, ¿con el dinero sucio de tu marido?. El dinero que a sacado explotando a la pobre gente, prostituyendo a las hijas de los que ahora han secuestrado a tu hijo, no gracias, no quiero la limosna ni la protección del “pez gordo”.
No seas imbécil, sabes que necesitas las dos cosas, el Estado ya no te protege, y nosotros te necesitamos, necesito que salves a mi hijo.- el dolor empezaba a aflorar, la chica dura, fría, esa imagen se volvía borrosa apareciendo detrás el dolor de una madre, pero sólo en la superficie, ella no iba a dejar aflorara, pero sus ojos empezaban a empañarse, y su mirada a decaer casi penosamente.
Y los matones de tu marido, dime , ellos pueden hacer eso mucho mejor que yo, ellos si son asesinos.-
Este trabajo no es romperle las piernas a un deudor.-
Dirás a un hombre honrado a quien estorsionais y se niega a pagar.-
Este trabajo requiere muchas más habilidades que matar, habilidades para las que tú has sido entrenado, los matones de mi marido son unos brutos que no encontrarían ni a un elefante en la piscina municipal, y aún encontrándole no durarían ni dos segundos, y todo sería en balde, todo estaría perdido, mi hijo estaría perdido, necesitamos a un profesional, alquien con entrenamiento, alguien con experiencia en estas cosas..-
Esta bien.- dijo Robert al fin.- puedo hablar con Queira, reunir a algunos hombres, y crear un comando de rescate.-

Ella bajó la mirada y pensó un momento lo que iba a decir:

No es suficiente con rescatarlo, él quiere que los asesines, y lo más dolorosamente posible.-
¿Que quiere que asesine a una gente que sólo está defendiéndose?, sabes que él se lo ha buscado, sabes que se lo merece, claro que el pobre niño no tiene la culpa...- Paro en seco.- te he dicho que no soy un asesino.-

Ella rompió a llorar, no pudo aguantar más esa borrosa imagen, se echó contra la mesa, y al levantar la mirada ya no era penetrante, era angustiosa, vieja, miserable.

Salva a mi hijo por favor- dijo entre sollozos - si alguna vez me has querido salva a mi hijo.

Si alguna vez la había querido, por supuesto que la había querido, con toda su alma, empezó a recordar todos los buenos momentos a su lado, nunca se había sentido tan sereno como en aquellos tiempos, nunca había estado tan cerca de la divinidad, de lo místico.

Sí te he querido, y mucho.- le dijo al fin, y empezó a levantarse suavemente.- no quiero el dinero.- le dijo mientras arrastraba el maletín con la yema de los dedos.- ni tampoco su protección.

La cogió fuertemente por la cintura y le dio un larguísimo beso sabiendo que era el último que le daría, y la última vez que la vería. Se miraron a los ojos.

Entonces... ¿lo harás?.- preguntó ella. Y sin dejar de mirarla a los ojos le contestó.
No.-

Robert dio media vuelta y se marchó dejándola con la mirada perdida sin poder reaccionar, había disfrutado con todo aquello, y más iba a disfrutar cuando asesinaran al niño.


lunes, 15 de junio de 2009

The End

Existe un lugar más allá de toda cordura donde fallidos prototipos de dios observan con sus pupilas de pizarra fría una lejana y fulgurante estrella llamada “hogar”. Mientras, los siglos se deslizan como lluvia triste por el escabroso laberinto que forman las escamas de la gran serpiente asfaltada, y las vidas de sus habitantes quedan inscritas en sus circunvoluciones intrincadas.
¡Oh, gran ofidio de cemento, que llevas a los incautos por tus senderos sinuosos, nunca dejándoles tiempo para que recapaciten sobre el sentido de su marcha! Creen ellos que encontrarán en tus horizontes que se limitan a unos pocos pasos la respuesta al completar el camino.
A medida que avanzamos, el mórbido misterio se entrelaza, y las prisiones y asilos, con sus celdas gangrenadas celando a los confinados, muéstranse en todo su esplendor.
Por el camino obsérvase la naturaleza de cada uno de estos garantes de fragilidad: algunos, embebidos en su retraimiento extático, meditan sobre su existencia; otros golpean sus cuerpos contra barrotes invisibles ansiando salir; los más inteligentes resuelven coser con hilos de conformismo sus mandíbulas y arrancar con los garfios devorados por el óxido que tienen por manos cualquier atisbo de horror que pueda penetrar en sus cuencas; empero, una clase muy extraña de ser abraza ese horror y enardece desmesuradamente su libido cuando rememora el amor que alguna vez pudo tener por la supurante superficie de la idiota carne riente.
¿Oyen eso? ¿Qué es ese ruido? Tranquilícense, nada más que el zalamero sonido de sus cabecitas inquietas queriendo funcionar. No lo conseguirán.
Mas sólo el final les aguarda, el fin más absoluto: La Puerta de los Huesos, una ciclópea construcción, un costillar esquelético, un espinazo derruido que guarda en sus entrañas todo misterio incognoscible y que habla sin que le preguntes, se abre custodiado por otra sierpe de más reducidas dimensiones con cuerpo invadido por la obscura coloración del musgo que invade y resquebraja puertas con su maleza, y su abigarrado cráneo de ser humano risueño nos habla, y tercia con un volteo alegre de su sombreo de copa:
¡Felicidades, éste es el fin del trayecto y de toda la atracción! ¡Esperamos que haya disfrutado y... no se admiten devoluciones!

domingo, 14 de junio de 2009

Ahogada en una lata de berberehos


Por Silvia Siles


Y ahora vivía angustiada por la perdida, tumbada en el suelo alimentándose de latas de berberechos y el tabaco de su pipa, y perdiendo la consciencia de cuando en cuando para olvidar. No sabía cómo había llegado allí, sólo que no podía ir muy lejos sin que la angustia se apoderara de su cada vez mas débil cuerpo, de su cada vez mas efímera existencia. Los espejos habían desaparecido y ya no sabía como era su cara, de que color eran sus ojos ni como habría cambiado la forma de sus cejas. Empezó a recogerse el pelo con lápices de colores por las molestias que este le ocasionaba, sobre todo a la hora de comer, y contempló, con asombrosa impasibilidad, como se demacraba con los días. Perdió la noción de tiempo, “de día” y “de noche” eran expresiones carentes por completo de significado para ella, no volvió a ver el sol, ni la lluvia, ni el cielo. De vez en cuando alguien tocaba al timbre, propaganda, el cartero, gilipollas, nunca contestaba, en realidad nunca estaba. Dejó de entrar en algunas de las habitaciones de aquella casa abandonada al abandono, casi como ella, y su vida transcurría de la cocina, al baño y de allí al comedor, con visitas ocasionales a la habitación contigua, pero nunca mas allá del balcón. Imaginaba que la buscaron, la gente hace esas cosas cuando alguien desaparece, pero las posibilidades de encontrarla disminuían con el paso de los días, Nadie sabía que dejó su ciudad, Nadie sabía que ocupó otro piso, Nadie sabía que sacó todo su dinero de las tarjetas de crédito para no tener que recurrir nunca mas a un cajero y que pedía que le llevaran la compra a casa siempre con el nombre de una antigua compañera del colegio. Nadie la visitaba de cuando en cuando, le llevaba ropa y algún otro libro que devoraba en las horas muertas, veinticuatro cada día, le hacía compañía un rato cada semana, nunca más de lo necesario, nunca mas que otras veces. Y así transcurrieron sus días carente de número y de nombre, y así pasaron sus horas muertas, veinticuatro cada día, los mismos días cada año excepto el cuarto, cuando el veintinueve de Febrero salía a la calle con sus botas, el abrigo de piel sintética de su abuela, la pipa y un sombrero. De vez en cuando le lanzaba gatos a los transeúntes, pero eso eran las menos veces, le sabía mal por los gatos. Nunca volvió a plantearse nada, nada siquiera que no se planteaba nada, su vida se convirtió en el incesante goteo de los minutos que hicieron un mar de días, que ahogó a una vieja excéntrica en una lata de berberechos.

viernes, 5 de junio de 2009

Sin título

Es solo un hombre leyendo de pie frente a las vías del metro. No tiene nombre ni cara.

El libro que lee tiene el título borroso, y poco importa lo que haya impreso dentro. La mochila a sus pies está vacía, y no es de ningún color.

Ni va a algún destino, ni viene de ningún sitio, no es alto ni bajo, ni lleva gafas o deja de llevarlas.

No existe ningún sitio donde le gustaría estar, salvo en otra parte. Lo triste es que al llegar a otra parte, seguramente deseará no estar allí. Poco hay que le importe en cualquier sitio, salvo el fragmento de cartón y papel que lleva entre las manos, el siguiente cigarrillo, y él mismo.

Su difuso reloj, le indica que el tren se retrasa ya demasiado. Pero a él el tiempo no le importa, puesto que no tiene adonde ir, ni prisa por llegar allí. Y se sienta a esperar, volcando su cabeza sobre el libro al que ha dedicado la última media hora.

Habla de sujetos, objetos, lugares y tiempo, y los de este libro son los únicos a los que él le gustaría conocer, poseer, ir y pasar.

Levanta la cabeza y observa la llegada de un metro, sin sorprenderse, oyendo las irritantes expresiones de satisfacción de esa gente que sí va a alguna parte.

El tren se detiene, y la gente abre sus puertas y entra. Él procede del mismo modo, aún después de percibir un detalle que, si bien no le importa, mueve a actuar a su curiosidad.

Y se sienta y sigue leyendo.

“¿Nadie más se ha dado cuenta de que el tren venía vacío, de que a través de las ventanillas solo había oscuridad, y del cartel de sin servicio?”

Pero a él le da igual, porque no le importa adonde vaya, puesto que no tiene a donde dirigirse, ni prisa por llegar, ni nadie que le espere.

El tiempo transcurre lentamente fuera de él, pero de forma rápida y atropellada a medida que va leyendo las páginas, e imaginando esos lugares y tiempos.

Las personas a su alrededor conversan, gritan… Oye el sonido que algunos niños producen al corretear cerca de él. Pero nada de esto le molesta, puesto que él en realidad no está allí. Seguramente, no está en ninguna parte, y sin duda lo prefiere así.

Tras un tiempo, extrae la mirada de su libro, y vuelve a observar a su alrededor. Sin duda el tiempo no pasa fuera de él, puesto que todo sigue igual, a excepción de las últimas veinte páginas de su libro, que se han alojado en su mente. Contempla la multitud que le rodea y ve la misma cara en todas esas personas, la misma cara aburrida y sin ningún tipo de interés.

Unos eternos segundos después, vuelve a sumergirse en su mundo de papel.

Llega un momento en que se vuelve sordo y ciego a lo que le rodea, a los empujones de los impacientes y a las ancianas que le piden el asiento, a los gritos de una mujer al que supuestamente es su hijo, a la voz que anuncia la siguiente parada, al pitido de las puertas al intentar abrirse en un momento incorrecto… Su atención, sus sentidos, su mente, y todo él se hallan en otro lugar.

Unas páginas después, vuelve a desencorvar su espalda y levantar la cabeza. No sabe cuanto tiempo ha pasado desde la última vez, pero todo sigue igual. El hecho de que la mujer ya no grite o los impacientes dejen de empujar no le importa lo más mínimo. El hecho de que ninguno de ellos esté en el vagón no cambia nada. El hecho de que el vagón se haya convertido en un túnel oscuro y vacío que corretea veloz no le inmuta. Él ni siquiera está ahí.

Su tiempo vuelve a girar en cuanto vuelve a sumergirse en su mundo, el único que le importa. Mientras sigue leyendo, es ajeno a todo lo que sucede y no sucede a su alrededor, a las curvas que se van tomando, la aceleración de los vagones, los niños que ya no gritan.

Pero una vez se acaban las páginas, está obligado a levantar la vista, y reconocer que el tren no se ha detenido en ninguna parada, que cada vez la oscuridad es mayor, que los ladrillos que velozmente pasaban a su lado ya no son ladrillos, sino fragmentos de roca viva.

No sabe cuanto tiempo lleva allí sentado, ni lo lejos que está de los sitios en los que no quiere estar. A pesar del movimiento del tren, el silencio reina en toda su extensión. Las luces se han extinguido, y la oscuridad lo llena todo. Y el tren sigue, cada vez más lejos.

Sus gritos desesperados no producen eco, y sus carreras de extremo a extremo son inútiles. La cabina del piloto está cerrada, y ya apenas se ve nada tras las ventanas.

Se lanza por el suelo, patalea, grita como un niño gritaría al verse despertar de una pesadilla en una habitación oscura. Destroza sus manos contra las paredes y los asientos.

Y llega el momento en que su mente le dice que ya es bastante, que no tiene sentido, que se siente y se olvide de todo. Y él obedece.

Porque este hombre recuerda que no le importa adonde ir, puesto que no tiene a donde dirigirse, ni prisa por llegar, ni nadie que le espere.

Y vuelve a abrir su trozo de papel y cartón por la página 4.

Quemar cajeros

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Me he sentado, esta mañana, en mi balcón, para ver el
mundo. Y él, caminante, se detiene un punto, me saluda y
se va.

Rabindranath Tagore,
Pájaros perdidos


Cuando Bourgeoise me dejó, de golpe y sin avisar, llegó el verano. En la calle hacía un calor asfixiante que dejaba exhausto a cualquiera, y todo el mundo comentaba en las aceras lo repentino del cambio de clima. Yo recordaba con desasosiego los ecos de una amarga sombra de felicidad que me parecía cercana, pero que sólo podía tocar ya con la punta de los dedos de la memoria, y que se me antojaba un sueño interrumpido a la mitad del que no podía acordarme bien. Empezó a resultar doloroso pensar en el pasado. Poco a poco aprendí a abstraerme y a mirar con cuidado hasta lo ocurrido el día anterior. La percepción de presente era cada vez más negación del pasado, huida hacia delante. Me preguntaba entonces si toda mi vida sería así, si iría acelerando cada vez más hasta estrellarme contra el mar, que es el morir. Renegué de casi todo lo que me había sido placentero en otros tiempos. Dejé que me creciera el pelo y la barba, me compré una boina negra ridícula que empecé a llevar a las manifestaciones. Leía sin emoción a Camus, a Sartre, a Hesse. Fue por ese entonces cuando comencé a beber, con moderación pero con regularidad. Meditaba sobre la tragedia. Me engañaba a mi mismo pensando que vivía un cambio. Incluso veía metáforas donde quizá no las había: mi madre comenzó a pintar la casa, y yo acometí con furia la labor de ayudarla, interpretando la vulgar tarea mecánica como el luminoso esfuerzo redentor que tendría que absolverme. Pensé mil veces en buscar un trabajo y mudarme, emprender una vida solo, o en marcharme de viaje con lo puesto y robar para sobrevivir durante una temporada, como hacía a veces el bueno de Clochard. Pensé en escribir por fin una novela, en quemar cajeros. Y como siempre, no hice nada en absoluto. Con insultante dejadez naturalista, dejé las cosas tal y como estaban, y me limité a contemplar desde la platea. Ante mi pasaban las semanas a toda velocidad sin decir nada, sin tocarme. Si el tiempo o el espacio trataban de agarrarme y arrastrarme, me zafaba de su presa de un zarpazo y me inclinaba de nuevo hacia la nada. Mis veinte años goteaban por mi piel. Y que largas se me hacían las noches. Finalmente invité a Chèrie a ayudarme a pintar Le Piqueur, y ya no la dejé irse. Usamos toda la pintura que sobró en casa de mi madre; pintura roja. Pintábamos desnudos. Dormíamos abrazados para exorcizar el dolor. Nada importaba, estábamos como sedados. Yo, una vez más, había jurado no volver a enamorarme. Por las mañanas, el primero que se despertaba preparaba siempre el desayuno para los dos. Arreglamos la ducha y el fregadero con el dinero que sangrábamos a nuestros respectivos padres. Economía conjunta, flujo de dolor compartido; consecuencia ineludible: acogimos un gato. Funcionábamos como un reloj, pero apenas hablábamos. Éramos extranjeros el uno para el otro, y fuera de la casa hacíamos vidas separadas. En una ocasión coincidimos en un concierto; cada uno había ido por su lado. Era un grupo sin nombre, y el público estaba compuesto en su gran mayoría por los familiares y amigos de los miembros. El resto de asistentes eran desheredados de la noche que acudían a la irresistible combinación de rock’and’roll gratuito y bebida barata. Chèrie conocía aproximadamente a la mitad del auditorio, y yo, a la otra mitad. Resultó que el batería era un antiguo novio de Chèrie, de cuando aún tenía novios. Me alegré de encontrar a Legión entre la muchedumbre y me mantuve pegado a él el resto de la noche. El muy cabrón había ligado, pero la afortunada ganadora se había largado pocos minutos antes.

- No sabe lo que se pierde, la muy imbécil. – dije con toda el aplomo del que fui capaz.

La verdad es que lo pensaba realmente. Legión era un muchacho prodigioso, todo un caso. Había entrado en la Universidad dos años antes de lo que le correspondía porque era superdotado, y se había adaptado al ambiente con sorprendente rapidez. En apenas cuatro meses, había consumido más drogas y más variadas que yo en tres años completos. Con las mujeres no tenía práctica, pero la iría adquiriendo, y entonces ya no habría quién le parara en todo lo demás. El pobre diablo estaba viviendo demasiado deprisa; lo había cogido con ganas. Me alegraba por él, aunque en el fondo me preocupaba. Aquella noche me confesó que tenía una idea para una novela.

- Legión – le dije yo con fingida solemnidad - te deseo una vida larga y feliz, pero algo me dice que vas a vivir intensamente tres o cuatro años más, como mucho, y acabarás suicidándote, dejando inconclusa esa novela magistral de la que me hablas. Tú eres un trágico en potencia, muchacho.

Y la verdad es que lo pensaba realmente. Chèrie salió del concierto con sus amigas. Se iba a casa, así que volvimos juntos. Aquella noche hicimos el amor por primera vez, con una pasión que no creía posible en dos cuerpos astillados como los nuestros.

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Trucos viejos

Un día, me hablarás de magos y trapecistas sobre un escenario demasiado viejo. Será un cuento de trucos tardíos.
Es fácil hacerme desaparecer, me dirás. Pero hará tiempo que no está permitido desaparecer. Hará tiempo que el olvido se devora a si mismo, porque el truco está en saber devorarse a tiempo, dirás. El truco para qué, te preguntaré. Para que parezca que dominamos la realidad.
Pero aquellos que creen dominar la realidad no conocen los juegos malabares, ni saben el secreto que esconden las chisteras más allá del abracadabra.
Y para ser mago, solamente hacen falta las palabras adecuadas, después, el espectáculo seguirá, sólo si tienes las palabras correctas. Sólo si las capas y los sombreros de copa no se caen en ese instante hacia la arena, con el olor a salitre y lluvía preguntándonos cuál es ahora el truco.
El truco para qué, preguntarás. El truco para que parezca que dominamos la irrealidad. Para que todas las canciones tengan sentido. Para que no se instale el vacío en nuestros bolsillos. Para inventar la manera de llevar un vuelo bien disimulado. Para engañar al tiempo y a la distancia. Para burlar las leyes físicas y los asteroides con nombre numerado. Para no olvidar que todo es ilusión, pero los ilusionistas saben que la magia está en los ojos del que mira.

El santo oficio

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Por mí mismo, a mí mismo me bautizo
con el nombre de Catarsis-Purgativo.
Yo, quien desgreñado abandoné camino
por defender la gramática de los poetas,
llevando a tabernas y burdeles
la mente del ingenioso Aristóteles


[
The holy office
Myself unto myself will give
This name, Katharsis-Purgative.
I, who dishelvelled ways forsook
To hold the poet's grammar-book,
Bringing to tavern and to brothel
The mind of witty Aristotle
]


Fragmento de '
El santo oficio', de James Joyce. Texto de inicio de la primera sesión del taller

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