martes, 21 de julio de 2009

Dragones, elfos oscuros y padres

Abel Gilbert Canto 5.6.09


Cuando el ayudante de Gengis Khan le informó de que las tropas mongolas habían abatido otro escuadrón confinado al norte del Imperio Tangut, éste ya había tenido noticias sobre los hechos por diversos mensajeros, pero su rostro permanecía de forma inexpresiva, incluso al recibir la noticia de su propio ayudante. Gengis no se mostraba agradecido con sus hombres hasta que no llegaba al campo de batalla. Una vez allí sacaba su afilada espada y la clavaba en la árida tierra, después ataba a la empuñadura una cinta con un lobo azul bordado, símbolo mongol, el lobo azul era el creador de las dinastías mongolas, de esta forma ofrecía la victoria a sus antepasados. Una vez clavada la pesada espada con la cinta en la empuñadura ondeando en medio del desolador panorama de la batalla, sólo entonces su rostro ofrecía un pequeño cambio y felicitaba agresivamente a sus hombres uno a uno. El dragón había entrado por los ventanales mucho antes de que Gengis clavase su espada victoriosa en el desolador panorama de la batalla.

¿Sabríais decirme lo que supuso esta victoria para los mongoles, y posteriormente para la mayoría de los imperios asiáticos?.- dejó unos largos segundos en espera de una respuesta que se transformó en un profundo silencio- Sigfrido.

Sigfrido miró con la cara descompuesta, mezcla de asco, odio y terror, el diminuto cuerpo sin cabeza de la profesora pitufo. Retorcía la boca y la nariz al compás del sonido de las gotas de sangre cayendo al suelo. Su casposo jersey verde oliva, ahora estaba empapado de sangre que brotaba de su cuello. El dragón estaba saboreando su cabeza en el pasillo. Al no obtener ninguna respuesta la profesora dio media vuelta y empezó a escribir en la pizarra esa misma pregunta como primer punto de los deberes, un estrépito murmullo colectivo sonó al escribir el último, la fecha del examen; la semana siguiente.

Al llegar a casa, encontró el panorama de siempre, su padre frente al televisor y su madre terminando la cena.

¿Que tal campeón?- le preguntó su Padre en forma de saludo.
Bien Papá .- contestó sin pararse, se dirigía a su habitación, era lo primero que hacía al entrar y no se detenía para nada.
Oye, oye.- le increpó - ¿como llegas a estas horas?, es casi la hora de cenar.-
No te preocupes, he aprovechado bien la tarde.- contestó casi burlona mente, aunque intentó disimular el tono irónico en la voz.- he pasado por el parque y he estado jugando a las canicas con unos amigos, luego hemos hinchado globos de agua y los hemos lanzado a los coches, y ¿sabes que papá?, ese hombre que vive un par de casas más abajo, que tiene una carnicería por donde la fuente, bien, pues ha salido de su coche gritando...
Este chico.....- suspiró, en realidad le pareció muy gracioso la imagen del carnicero saliendo del coche para gritar a unos niños, así que no pudo decirle nada serio.- venga vete a tu habitación y estudia un poco que buena falta te hace, a ver si llegas a se un hombre de provecho.- Y siguió mirando el televisor.

Jaume I ya había conquistado Menorca y Sigfrido todavía no se había puesto a estudiar. La profesora pitufo pidió los deberes, Sigfrido estaba orgulloso de haberlos hecho antes de la cena, normalmente la profesora no los pide, pregunta al azhar, pero esta vez no fue así, y Sigfrido se sintió aliviado de tenerlos escritos en vez de ir improvisando como solía hacer. Salieron al recreo, y en el pasillo seguía el dragón, con la cabeza de la profesora pitufo transformada en una calavera, estaba hambriento, llevaba dos días sin comer. Sigfrido no podía permitir que deborase a sus compañeros, bueno había alguno que no le hubiese importado, pero su honor de caballero le obligaba a defender incluso a sus enemigos ante esta amenaza sobrenatural. Pero sobre todo quería defender a su preciosa Estrella, era demasiado importante como para ser devorada entre las ardientes fauces del dragón. Así que desempuñó la espada, luchó fervientemente contra el dragón, y tras unos revolcones , unos arañazos y algunas quemaduras consiguió cortarle la cabeza. Después clavó la sangrienta espada en mitad del pasillo y ató una cinta con un murciélago pintado, era el símbolo de su familia.

Ya era seguro salir al patio.

La última tarde intentó estudiar, pero no conseguía retener las historias, su cabeza las mezclaba con otras diferentes, incluso con sus propias historias. Salió de la habitación en busca de ayuda. La única manera de acceder al comedor era el paso subterráneo, pero estaba custodiado por dos drows nada amigables con los que ya se ha tenido que enfrentar un par de veces. Así que después de esquivar a los dorws volvió a trepar hacia la superficie que daba al comedor. Allí estaba su padre, su madre y su tío que se había pasado a tomarse una cerveza con su padre. Sigfrido explicó la situación, y también que no tenía ni idea del examen. Su tío le aconsejó que se olvidase de la historia, la historia está manipulada decía, no podemos fiarnos ni de los telediarios, hasta que no lo compruebes por ti mismo no te lo creas, y ni aún así, además lo que importa es el presente, el pasado ya ha pasado y el futuro nunca se sabe. Su padre lo interrumpió gritándole, -no le metas esas ideas a mi hijo, no hagas caso niño, lo que tienes que hacer es estudiar, no importa la veracidad de tus libros, importa que apruebes.- Su tío interrumpió nuevamente y empezaron a gritar, su madre intentaba calmarles, y Sigfrido escucho algo que lo hizo alejarse. Unas notas de guitarra mezcladas con los secos golpes de la caja y el charles viajaron desde el cuarto de la colada. Por los poros de tela de los altavoces se filtraba un sonido que no era el que usualmente podía escuchar por la radio. Era una música mucho menos melódica, pero con mucho más ritmo y carácter. Aquella música le envolvió, se interiorizó atravesando los poros de su piel de la misma forma que lo había hecho para salir de los altavoces. Aquello si era una experiencia mística, mucho más que las aburridas misas de los domingos, Si Dios existía estaba entrando ahora a través de sus oídos.

Aquella noche se acostó sin remordimientos ni nervios, había liberado toda clase de tensiones, su cuerpo estaba relajado, por dentro todavía sentía la música, como cuando uno termina de comerse un buen manjar y le queda un cierto regusto. Aquella noche durmió plácidamente sabiendo que suspendería el examen del siglo XIII.

lunes, 20 de julio de 2009

Ítaca

(Bueno, no iba sobre el siglo XIII, pero traje la merienda:))


El día que decidimos abandonar Ítaca dejó de importar el rumbo o el regreso. Los billetes nunca eran de ida y vuelta y las brújulas no apuntaban al mismo lugar. Pensábamos que aquello era una huída pero escapar era lo mismo que deambular alrededor del mismo punto. La vida giraba y los Odiseos aumentaban, encontrándose los unos a los otros en las encrucijadas. Las agujas de los relojes se movían adelante y atrás, primero deprisa, después muy despacio, y, con suerte, los días de lluvia, se detenían. Las ciudades nunca estaban en el mismo lugar y la tierra se movía bajo los trenes. Penélope dejó de destejer su vida durante las noches. Jugábamos a ser dioses furiosos, enamorados o anhelantes de sexo. Elegíamos nuestras metamorfosis preferidas y los días que no éramos buitres nos convertíamos en gusanos. De vez en cuando yo era yo, y algunas veces no. A ratos tú eras tú o no, o tú erais vosotros o cualquier otra persona. Nos cruzábamos en puertos diferentes cada vez. Y el mundo no se detenía. En ninguna parte era justo donde quería estar. El mar no era el mar, ni la playa el olvido. Los monstruos marinos se asomaban a la orilla las noches de cuatro constelaciones. Calipso ofrecía las mejores tormentas y Polifemo nos devoraba el tiempo y las entrañas. Troya desapareció y perdimos algunas batallas, otras, las ganamos y algunas daba igual o ni lo sabíamos. Circe cantaba. Estábamos condenados a volver más viejos y más cansados, con las plantas de los pies endurecidas. Estábamos condenados a ganar. Pero Ítaca ya no era Ítaca, y la Penélope consumida por el pasado se había fugado una noche de verano para caminar también por las encrucijadas y encontrar quizás, un poco de suerte, a cualquier desconocido una noche en un bar, u otra isla donde naufragar.

La caída

Aquella vez iba a ser diferente. Nosotros no lo sabíamos todavía pero nuestros muros, esos muros que en tantas ocasiones nos habían ofrecido protección, amparo y alianza, que en multitud de ocasiones habían significado un imposible para nuestros enemigos cual cuadratura del círculo, esos muros iban a traicionarnos esta vez.

¡Se lo digo mi señor! Habíamos visto grandes ejércitos sitiándonos durante meses volverse, a sus ciudades con el rabo entre sus sucias piernas. Nos habíamos jactado de lo infranqueable de nuestro sistema de defensa, de la invencibilidad de la alianza que formaban nuestros brazos, armas y disciplinada instrucción con el grosor de nuestros muros y torres. Incluso habíamos sido capaces de sacar de quicio a los más hábiles estrategas en la guerra. Sencillamente éramos irreductibles y lo sabíamos.

Aquél día estábamos preparados, no puede usted imaginarse cuánto. Sabíamos de sobra que iban a venir a por nosotros pues nuestros sistemas de inteligencia, esos avaros comerciantes de la zona a los que habíamos untado para que fueran nuestros informantes, habían respondido como esperábamos anunciándonos el momento aproximado en el que los ejércitos de esos sucios árabes iban a mandar a sus inmundos y desentrenados soldados a intentar echarnos del que por décadas había sido nuestro cuartel general. Y nosotros íbamos a repelerlos. ¿¡Me está escuchando, mi señor?! ¡Nuestras espadas!, nuestros arcos y flechas, nuestros brazos y piernas, la astucia de militares experimentados y sin escrúpulos, ¡todo!, todo estaba perfectamente dispuesto y en su sitio. Incluso nuestra fingida fe si, se había tornado real ese día, aunque no fuera hacia el objeto que supuestamente había de recibirla.

La batalla comenzó como de costumbre, con un ruidoso estruendo procedente de los timbales de los ejércitos enemigos. Yo ya los había oído antes, no me impresionaban ¿sabe, mi señor?. La psicología en una batalla es casi tan importante como la instrucción militar y yo ya había sentido la gloria de acallar a golpe de cuchillo toda esa grandilocuente prepotencia. No sentía temor. Creo que ninguno lo sentíamos ese día, tan ufanos como nos veíamos sobre nuestras torres de piedra, con la serenidad del que sabe que va a vencer.

Pero aquella vez iba a ser diferente.

Yo, recuerdo que en ese momento estaba atareado, rebanando cuellos en primera línea de batalla, en lo alto de una de las paredes frontales del castillo, de nuestro querido Montfort, justo donde se apelotonaba el grueso de las fuerzas enemigas. Esos desgraciados, con su ciega y estúpida obediencia hacia unos dirigentes ineptos y sanguinarios que los enviaban a una muerte segura, se empeñaban en trepar por las precarias cuerdas que habían conseguido colgar de nuestros muros. Yo esquivaba las flechas de sus miopes arqueros y podría haber cortado las cuerdas fácilmente, impidiendo su acceso, habría sido tan sencillo… pero en lugar de ello disfrutaba acuchillando sus trémulas carnes y lanzado los sebosos cadáveres sobre sus aterrorizados compañeros, que empezaban a no soportar el hedor.

Algo inesperado sucedió entonces. Esos malditos sarracenos parecían haberse vuelto inteligentes de repente. Nos habían tendido una trampa, ¡una trampa! ¿puede creerlo, mi señor?. Habían estado fingiendo que mantenían un ataque rutinario, pero mientras tanto habían centrado sus esfuerzos en cavar un túnel en algún lugar de la roca que daba soporte a nuestras paredes, algún lugar en el que la roca debía haberse vuelto débil y traicionera. De repente empecé a oír a algunos de mis compañeros gritar de dolor por la hendidura de espadas enemigas en sus torsos y miembros, la sangre corría por todas partes. Otros hacían frente a los invasores y gritaban pidiendo ayuda y alertando de lo sucedido, pero esos demonios entraban por decenas. Tuvimos que destinar numerosos efectivos a contener esa infección que se nos estaba produciendo y entonces aquellos malditos pusieron en marcha la segunda fase de su plan.

Yo había comenzado a ponerme nervioso y recibí un flechazo en un brazo, pero eso no impidió que siguiera matando moros a pares. De la nada, comenzaron a aparecer escaleras gigantes y a remontar el vuelo sobre nuestras paredes. Decenas de diablos subían como enloquecidos por ellas y ya no podíamos retenerlos. Sonaron las alarmas de retirada ¿¡¡retirada!!? Pensé que nos habíamos vuelto locos. ¿Cómo íbamos a retirarnos de aquél fuerte? ¿Cómo íbamos a entregar al enemigo el que hasta entonces había sido nuestro mayor orgullo? ¿A dónde íbamos a ir si estábamos completamente sitiados?

Tan sólo una palabra rondaba por mi cabeza. ¡¡¡Traición!!! Si mi señor, traición. Sólo una traición de grandes dimensiones podía ser la causa de una derrota similar. Esos malditos pecadores jamás habían podido acercarse al fuerte lo suficiente como para conocer semejante punto débil en la estructura. Mi señor, ¡estoy convencido de que tenemos un traidor entre nosotros! ¡¡Mi señor!!, logré escapar de allí, nadie más lo consiguió que yo sepa. Y vine corriendo. He estado corriendo días enteros, huyendo de aquel horror para venir a alertar a sus señorías de que hemos sido objeto de traición y desastre y de que nuestro fuerte ha sido profanado por sarracenos inmundos. ¡Deben escucharme!, ¡¡por el amor de dios!!

Veras hijo, esto que me estás contando es una grave acusación y un asunto muy serio. No tendrás por casualidad una remota idea de quién podría habernos traicionado…

Oh señor, yo solo soy un monje soldado, un guerrero al servicio de nuestra santa iglesia, ¿cómo iba a saber quién puede estar detrás de un asunto tan grave?.

Entonces, hijo mío, ¿me estás confesando que has venido directamente desde Montfort, que eres el único superviviente de una masacre de enormes y catastróficas proporciones y que no has hablado con nadie más de este asunto de la traición?

Si mi señor, eso mismo le estoy diciendo, apiádese de un súbdito fiel.

¡Claro que me voy a apiadar! ¡Guardias!, ¡apresad a este traidor! Mañana mismo será ejecutado en la plaza pública por su delito contra esta santísima Orden.

¡Pero señor!, ¡mi señor! ¡yo soy inocente!

Sobre la falta de inspiración

Por Silvia Siles

A los que no saben hacer el amor.



Cuando se despertó aquella mañana recordó que la noche anterior había cenado queso y vino, que había llovido, y que tenía que ir al taller literario y maldijo la gracia de que el tema elegido fuera el siglo XIII. Remoloneó entre las sábanas empapadas a partes iguales de sudor, lágrimas y lluvia, de un lado al otro, boca arriba, boca abajo, del derecho, del revés, hacia dentro, hacia fuera y vuelta a empezar. 


Ante la innegable falta de inspiración se propuso: O bien preguntarle a la gente por la calle, o bien desempolvar la máquina del tiempo, o bien no acudir a la cita esa tarde, o bien fingirse sorda, muda y ciega, tres días a la semana empezando por hoy y haciendo coincidir uno de ellos con el viernes. Sólo quería mandar a la mierda el siglo XIII, al reino de Galicia, a Marco Polo, a Dante y la Divina comedia, a William Wallace y su lucha en Escocia, al imperio africano de Malí, a la maldita salida del oscurantismo, y a las vidrieras. 


Pero en lugar de eso se vistió toda de negro, caminó hacia la facultad pensando en cualquier otra cosa y al llegar fue directa al adr. Se sentó en aquel sillón verde que alguien recuperó de la basura y se dedicó a hacer como que leía.


Cuando minutos después Prochain apareció la saludó.

- Hola 

Dejó su mochila en el suelo, y cogió el primer boli que encontró para hacerlo rodar entre sus dedos. Mientras, como única respuesta a su saludo obtuvo silencio.

Aquel artista de vanguardia, léase terrorista, había pasado la mañana con Foucault y ahora venía a vomitarme todas sus dudas existenciales y a contarme que cuando Bourgeoise le dejó de repente llegó el verano, y que cuando lo hizo Chèrie, lo que llegó fue el invierno. Sus amores con pretensiones de eternidad iban como venían, con el viento de los cambios de estación. Siempre después de sus dramáticas rupturas quería quemar cajeros.


Yo no decía nada, yo me había propuesto no hablar. El sólo caminaba de un lado a otro del pequeño habitáculo del que nos apropiamos como pseudo-asamblearios, el solo divagaba sobre la contradicción y no se qué historias sobre el principio de incertidumbre, que lo importante ya no son los hechos si no las interpretaciones, que el tiempo depende de la posición relativa del observador, que la certeza de un hecho no es más que una verdad relativamente interpretada, que el espacio y el tiempo se fusionaban en la narración, y no se cuantos relativistas culturales en aviones.


No se percató de que yo de repente estaba desnuda, hasta que me puse en su camino, solo entonces me miró, solo me miró.

- No se que escribir sobre el s.XIII -dije invadiendo su espacio vital y rompiendo el voto de silencio auto-impuesto

- Yo tampoco

Prochain no me besó, solo acercó mi cuerpo al suyo, deslizó sus manos por mi pelo, mi cuello, mi espalda, mi cintura, mi cadera, y presionó nuestros cuerpos. No sabía qué estaba haciendo, ninguno de los dos lo sabía, ni importaba lo mas mínimo. Una mera suerte de casualidades nos había llevado a aquella situación tan incómoda como excitante. Nunca antes de ese momento pensó en follar con Prochain, pero ese ya no importaba, porque ninguno de los dos sabía que escribir sobre el s. XIII. 

Mis dedos se colaron bajo su camiseta de rallas y su barba acarició mi mejilla.

- Yo no se hacer el amor -confesé

- Lo se -contestó con fingida lástima

- Escribir no debería ser una obligación

- El sexo tampoco

- Tu no quieres follar conmigo, ¿verdad?

- Yo solo se hacer el amor

Y apretó mas mi cuerpo contra el suyo, noté una erección a medio camino y supe que Prochain no  era víctima de arrebatos pasionales, que no iba a lanzarme sobre el colchón que cogía polvo en el suelo de la facultad desde Noviembre. Que no íbamos a hacer como que nos lamíamos las heridas, que no besaría mi cuello, ni mordería mis pezones duros de excitación, sabía que no me follaría, que no iba a hacerme creer morir de puro placer con cada embestida, que no iba a verme llorar después del orgasmo, Sabía que el era de los pocos que hacían el amor.

- Si no vas a follarme, sal, y entra dentro de trece minutos, cuando ya me haya vestido, y me haya vuelto a sentar en el sillón verde que alguien recuperó de la basura y me dedique a hacer como que leo.


Cuando Prochain se marchó de repente se acabaron las estaciones.



Este es el texto de inicio que quería haber leído. Lo rechacé porque me pareció demasiado largo, pero no creo que en el blog eso sea un inconveniente. Así que aquí lo tenéis.



Estás a punto de empezar a leer (…). Relájate. Concentrate. Aleja de ti cualquier otra idea. Deja que el mundo que te rodea se esfume en lo indistinto. La puerta es mejor cerrarla; al otro lado siempre esta la televisión encendida. Dilo en seguida, a los demás: “¡No, no quiero ver la televisión!”. Alza la voz, si no te oyen: “¡Estoy leyendo! ¡No quiero que me molesten!”. Quizá no te han odio con todo ese estruendo; dilo mas fuerte, grita: “¡Estoy empezando a leer (…)!”. O no lo digas si no quieres; esperemos que te dejen en paz.

Adopta la postura más cómoda: sentado, tumbado, aovillado, acostado. Acostado de espaldas, de lado, boca abajo. En un sillón, en el sofá, en la mecedora, en la tumbona, en el puf. En la hamaca, si tienes hamaca. Sobre la cama, naturalmente, o dentro de la cama. También puedes ponerte cabeza abajo, en postura de yoga. Con el libro invertido, claro.

La verdad, no se logra encontrar la postura ideal para leer. Antaño se leía de pie, en un atril. Se estaba acostumbrado a permanecer de pie. Se descansaba así cuando de estaba cansado de montar a caballo. A caballo a nadie se le ocurría nunca leer; y sin embargo ahora la idea de leer en el arzón, el libro colocado sobre las crines del caballo, acaso colgado de las orejas del caballo mediante una guarnición especial, te parece atractiva. Con los pies en los estribos se debería de estar muy cómodo para leer, tener los pies en alto es la primera condición para disfrutar de la lectura.

Bueno, ¿a qué esperas? Extiende las piernas, alarga también los pies sobre un cojín, sobre dos cojines, sobre los brazos del sofá, sobre las orejas del sillón, sobre la mesita de té, sobre el escritorio, sobre el piano, sobre el globo terráqueo. Quitate los zapatos, primero. Si quieres tener los pies en alto; si no, vuelve a ponértelos. Y ahora no te quedes ahí con los zapatos en una mano y el libro en la otra.

Regula la luz de modo que no te fatigue la vista. Hazlo ahora, porque en cuanto te hayas sumido en la lectura ya no habrá forma de moverte. Haz de modo que la página no quede en sombra, un adensarse de letras negras sobre un fondo gris, uniformes como un tropel de ratones; pero ten cuidado  de que no le caiga encima una luz demasiado fuerte que se refleje sobre la cruda blancura del papel royendo las sombras de los caracteres como en un medio día del sur. Tratar de prever ahora todo lo que pueda evitar interrumpir la lectura. Los cigarrillos al alcance de la mano, si fumas, el cenicero. ¿Qué falta aún? ¿Tienes que hacer pis? Bueno, tu sabrás.

        No es que esperes nada particular de este libro en particular. Eres alguien que por principio no espera ya nada de nada. Hay muchos, más jóvenes que tu o menos jóvenes, que viven a la espera de experiencias extraordinarias; en los libros, las personas, los viajes, los acontecimientos, en lo que el mañana te reserva. Tú no. tú sabes que lo mejor que cabe esperar es evitar lo peor. Ésta es la conclusión a la que has llegado, tanto en la vida personal como en las cuestiones generales y hasta en las mundiales. ¿Y con los libros? Eso, precisamente porque lo has excluido en cualquier otro terreno, crees que es justo concederte en cualquier otro terreno, crees que es justo  concederte aún este placer juvenil de la expectativa en un sector bien circunscrito como el de los libros, donde te puede ir mal o bien, pero el riesgo de la desilusión no es grave. 


Si una noche de invierno un viajero. Italo Calvino



sábado, 11 de julio de 2009

Martes y letras

Un asiento sin nadie en una conferencia
tiene ojos y mira con un frío absoluto.
Sobre todo si estás al otro lado
del azul de los mapas,
separada de mí por ciudades nocturnas,
el campo de las nubes, la luz de algún navío
y costas dibujadas con espuma
y casas con piscina.

Cruza un avión
el rojo turbio del amanecer
igual que el sueño cruza por tu noche,
cercano y lejanísimo,
en busca de otra tierra que no es mía,
aunque está junto a mí.
A veces me pregunto si yo soy
el que hace de mí cuando vivo en tus sueños.

El agua ya servida. Me deja frente al público
el verbo exagerado de mi presentador.
Es un martes de octubre. Debo hablar
sobre la utilidad de los poetas
y en la silla vacía no se sienta
ni el silencio de Bécquer encerrado en un álbum,
ni la desguarecida multitud
que Baudelaire metió en una botella,
como se mete un barco,
como se mete el humo,
el rojo turbio del amanecer.

En la silla vacía se sienta tu recuerdo
y la imaginación del viento norte
que ahora te persigue, las calles que te miran
y los escaparates
en los que te descubres reflejada.
Yo estoy donde tú estás, pero en la vida
hay cosas que no pueden compartirse.
Por eso sigo aquí y voy contigo,
cercano y lejanísimo,
en busca de otro mundo que no es mío,
aunque está junto a mí.

La poesía es la voz del que se sabe
vivo y mortal, lo dice Blas de Otero,
y en conclusión, señores, el poema
no nace del esfuerzo de hablar solo,
es la necesidad de estarle hablando
a una silla vacía.

Luis García Montero
(del libro: Completamente Viernes)