viernes, 27 de noviembre de 2009

Microrelatos (Samuel)


I)

Es lo que pasa en una habitación a oscuras. Si tienes que andar a tientas, estás obligado a tocar antes de saber donde has puesto la mano.

Me levanté del sofá, aún afectado por el alcohol. Tropecé y caí sobre la cama que había tendida a mis pies.

Puse mi mano en su muslo, semidesnudo bajo el vestido.

Lo demás fue fruto de la lógica y el azar.



II)

Dicen que hay partes muy sensibles de una mujer. Se sabe del cuello, las orejas, los pezones, la cara inerior de los muslos..., incluso los dedos de los pies. Y puse en práctica mis dotes hasta que sus gritos sonaron justo como a mi me gusta.
Luego se calló, se desangró y murió.

Microrrelatos (Adolfo)



FIN

- ¿Cómo terminará la historia? - Se preguntó mientras miraba su joven y bello rostro en el espejo. Pero para entonces, ya había terminado de hacer todas las cosas que le quedaban pendientes y ya estaba, por así decirlo, muerta.


SISTEMA

- ¿Y aquí que venden?

- Aquí vendemos de to señora, ¡de to!


MICRORRELATOS

Y se atragantó mientras contaba la séptima.

Microrrelatos (Laura)



LA PRISA (o tic tac II)
(36 palabras)


Nadie lo había pensado pero era la calma la que instauraría el caos. Y no resultaría muy difícil. Para deshacerse de aquellos días chirriantes de rutina sólo tenían que robar todos los relojes de la ciudad.



VERANO (42 palabras)

Llevaba un vestido azul verano y el mar enganchado en el pelo. La desnudé como se desnudan los locos antes de ir al baño: piel incluida.
Cuando abrí los ojos estaba en el umbral de la habitación. Llevaba un vestido azul verano.



EL HAMBRE (53 palabras)

Me mandaron contar el cuento más corto jamás contado, y me gustaba medir y ajustar las palabras con exactitud. Pero ese día tenía hambre y no quería contar cuentos. Así que fui a comer. El plato era suculento, y pronto empecé a devorar en cada palabra, una a una, todas las letr

La rebelión del gato

Los amaneceres son ciegos como gatitos.”

Adam Zagajewski, Oda a la suavidad


Los gatos de la Facultad no tienen nombre. Se llaman entre ellos en susurros. No quieren que les oigan los humanos. No son ni uno ni cientos, son el gato que se mueve en los arbustos, cambia en sombra, caza un mirlo, ha dejado sus gatitos en arbustos rebosantes de millones de pequeñas amarillas perfumadas campanillas recubiertas de rocío. El gato es una masa tambaleante, vibra, bufa, se revuelve contra el mundo, enseña garras. Somos los humanos los que, al ponerles nombre, los individualizamos, los sujetamos, los identificamos y los separamos de esa masa difusa y homogénea que es el gato. El gato llora la pérdida de un pelo, pero nunca lo reclama. El gato no ajusta cuentas con humanos, es la norma, tan antigua como el gato. Los gatos de la Facultad, una noche tan lluviosa que apenas se veía a cuatro pasos, ocuparon los tejados. Es un hecho sorprendente y que muy pocos conocen, pero mientras los estudiantes de Filosofía se rebelaban contra la férrea fascista institución universitaria, los gatos de la Facultad iniciaron también su propia rebelión contra el humano. La misma noche lluviosa de frío en que los estudiantes tomaban el edificio, los gatos tomaron el techo. Ocuparon las terrazas y tejados y durmieron todos juntos. Lo hicieron sin violencia y sin maullidos estridentes. Fue un éxito rotundo; habían ocupado el espacio más visible e importante de la Facultad, el más alto de todos, y nadie vino a molestarlos. Proclamaron que era el fin del exterminio de los gatos, maullaron la grandiosa victoria de la garra contra la mano. Y nadie vino a molestarlos. En los días sucesivos, expandieron su mensaje a otros tejados. – ¡Un éxito! – gritaban – ¡Nadie viene a molestarnos! Pues campaban a su anchas y nadie hizo siquiera amago de querer echarlos. Escribieron en la arena con las patas, eufóricos, sus protestas indignadas, sus quejas al sistema. Estaban hartos de que el césped de las facultades se cortara a diario, pues preferían la hierba crecida en la que correteaban confiados los ratones. No les gustaba que la comida sobrante en la cafetería se lanzara en bolsas cerradas a contenedores de basura inaccesibles. Los gatos no comprendían por qué razón se dejaba entrar a perros en la Universidad, por qué no había estanques con carpas de colores bonitos, por qué eran perseguidos y expulsados por motivos que juzgaban arbitrarios, por qué razón no era posible que corrieran por pasillos y por aulas, por qué no preguntaba nadie a un gato si quería o no quería a tal o cual decano. O aún peor, ¡que alguien explicara por qué nunca había habido un decano gato! Al menos, razonaban, debería haber un gato o más de uno en los organismos de representación y decisión de la Universidad. ¡Qué vergüenza que no fuera así, que insulto a su dignidad gatuna! ¡Por orgullo solamente, tendrían ya razón para quejarse!, razonaban. Y cada noche saltaban de tejado en tejado propagando la palabra, sembrando la revuelta, expandiendo las ocupaciones, creando nuevas asambleas que reunían a docenas de mininos cada noche al caer el sol. Hablaban entre ellos de los pasos a seguir, redactaban nuevos textos, debatían, se indignaban con aquellos que no se unían a la lucha. Dormían por las noches en los múltiples tejados ocupados, hacían el amor bajo la lluvia, cantaban a la luna su alegría. ¡Hasta los gatos de la Facultad de Medicina, de normal tan estirados, ocuparon su tejado! Y nadie vino a molestarlos, ¡ni siquiera a ellos! Pronto saltaron de ciudad en ciudad, ocupando más y más lugares altos, y nadie vino a molestarlos. ¡La primera asamblea estatal de gatos se celebró en el mes de marzo! Y lo que es más sorprendente, ¡nadie vino a molestarlos! ¡Nadie osaba reprimirlos, el poder tenía miedo, los humanos se rendían! Se corría la noticia entre los gatos de jardín, de huerto y bosque. - ¡Estamos ganando! - era el grito más oído. - Lograremos nuestros objetivos pronto, pronto, pronto, pronto. – repetían los líderes gatunos a sus bigotudos compañeros de trinchera y dormitorio estrellado. Escribían cada día con hollín en los suelos y paredes de los campus sus proclamas, manifiestos, construían en reuniones nuevas máquinas de guerra conceptual. Se sucedían las asambleas, se ocupaban más tejados. ¡Y nadie vino a molestarlos! Pero un día en la asamblea general de la Universidad, con gatos de toda la ciudad reunidos en un techo recubierto plenamente por estrellas, con gatos abogados, gatos pardos, gatos médicos y enanos, gatos grandes de seis kilos, gatos pardos y ladinos y esperpénticos y extraños y los gatos enviados por humanos como espías –y que nadie conocía -, gatos tuertos y filósofos, de Historia y tres docenas de gatos de Química, de Física y más ciencias, esa noche como digo, tomó la palabra un gato extraño que era nuevo en la protesta. Era gris y flaco y feo a simple vista, y la verdad, con poco pelo. Pero si uno lo miraba de reojo descubría que hubo tiempos en que había sido hermoso, un gato persa azul quizá en su día, pero cansado hasta el extremo, y desquiciado, y tenía un tic extraño en una pata. Daba pena verlo y sin embargo, proyectaba como un halo de majestad, una aureola de carisma, de honorable fortaleza, una suerte de potente espíritu que impulsaba a prestarle atención, a no mirarle a los ojos, a hablarle con respeto, a no enojarle, y sobretodo, a no molestarle con fruslerías. Parecía drásticamente serio, la seriedad hecha gato; el aspecto serio del gato, quizá. Este fue el gato que hablo en esa asamblea, y dijo lo que sigue: – Compañeros – dijo – he pensado mucho sobre esta nuestra revolución. Como vosotros, yo he creído durante mucho tiempo que vencíamos, que vencíamos porque teníamos con nosotros la carga de la razón, el ímpetu invencible, cañones que disparan futuro, ¡la garra de la victoria gatuna! – aplausos – pero de un tiempo a esta parte, una idea me tortura. Pensad conmigo, camaradas de lengua áspera, hermanos de caza menor. ¿Y si está revuelta estuviera triunfando, porque realmente no constituimos una amenaza para la universidad humana? Creo que les resulta más sencillo, más cómodo y más barato dejar que sigamos con nuestra lucha sin tratar de impedirla. ¡Es por eso que no hayamos obstáculos en nuestra revolución! Pero si algún día rebasamos el límite que ellos consideren oportuno, entonces, es seguro, vendrán a molestarnos. Para mi ahora esto es tan obvio como que la luna brilla.- Las últimas palabras, no obstante, apenas se oyeron en el estruendo de maullidos, abucheos, gritos airados e improperios lanzados desde la asamblea gatuna. El gato gris fue acusado de reaccionario, de espía de los humanos, de metomentodo, de bravucón y de extraño sin derecho a opinar siquiera, fue expulsado a empujones y jamás se le volvió a ver. Los bravos guerrilleros de cola hirsuta murmuraban iracundos – ¡Qué descaro! –maullaban doloridos y coléricos - ¿cómo tiene la osadía de burlarse de nosotros de esta forma! ¿Qué sabrá él de nuestra revolución, ese advenedizo de corral? ¿Cree acaso que todo lo que ha dicho no lo habíamos considerado ya? ¡Idiota! ¿Cómo puede estar tan equivocado un gato? - Y se daban la razón unos a otros. Mientras, los subcomandantes callaban. Ellos también pensaban que el viejo gato gris era un idiota equivocado, errado de medio a medio. Pero no por las mismas razones. Uno de los líderes de Filosofía le susurró a su homólogo de Física con disimulo: ¡pobre viejo! ¡no ha entendido en absoluto este simulacro de baile de máscaras rotas, este teatro agridulce de mentiras a medias! Ojalá vea la luz y encuentre paz en los tejados del infierno – y se calló, y no dijo más, pues él ya había sido un gato gris flaco raído y desquiciado en otro tiempo.