lunes, 20 de julio de 2009

La caída

Aquella vez iba a ser diferente. Nosotros no lo sabíamos todavía pero nuestros muros, esos muros que en tantas ocasiones nos habían ofrecido protección, amparo y alianza, que en multitud de ocasiones habían significado un imposible para nuestros enemigos cual cuadratura del círculo, esos muros iban a traicionarnos esta vez.

¡Se lo digo mi señor! Habíamos visto grandes ejércitos sitiándonos durante meses volverse, a sus ciudades con el rabo entre sus sucias piernas. Nos habíamos jactado de lo infranqueable de nuestro sistema de defensa, de la invencibilidad de la alianza que formaban nuestros brazos, armas y disciplinada instrucción con el grosor de nuestros muros y torres. Incluso habíamos sido capaces de sacar de quicio a los más hábiles estrategas en la guerra. Sencillamente éramos irreductibles y lo sabíamos.

Aquél día estábamos preparados, no puede usted imaginarse cuánto. Sabíamos de sobra que iban a venir a por nosotros pues nuestros sistemas de inteligencia, esos avaros comerciantes de la zona a los que habíamos untado para que fueran nuestros informantes, habían respondido como esperábamos anunciándonos el momento aproximado en el que los ejércitos de esos sucios árabes iban a mandar a sus inmundos y desentrenados soldados a intentar echarnos del que por décadas había sido nuestro cuartel general. Y nosotros íbamos a repelerlos. ¿¡Me está escuchando, mi señor?! ¡Nuestras espadas!, nuestros arcos y flechas, nuestros brazos y piernas, la astucia de militares experimentados y sin escrúpulos, ¡todo!, todo estaba perfectamente dispuesto y en su sitio. Incluso nuestra fingida fe si, se había tornado real ese día, aunque no fuera hacia el objeto que supuestamente había de recibirla.

La batalla comenzó como de costumbre, con un ruidoso estruendo procedente de los timbales de los ejércitos enemigos. Yo ya los había oído antes, no me impresionaban ¿sabe, mi señor?. La psicología en una batalla es casi tan importante como la instrucción militar y yo ya había sentido la gloria de acallar a golpe de cuchillo toda esa grandilocuente prepotencia. No sentía temor. Creo que ninguno lo sentíamos ese día, tan ufanos como nos veíamos sobre nuestras torres de piedra, con la serenidad del que sabe que va a vencer.

Pero aquella vez iba a ser diferente.

Yo, recuerdo que en ese momento estaba atareado, rebanando cuellos en primera línea de batalla, en lo alto de una de las paredes frontales del castillo, de nuestro querido Montfort, justo donde se apelotonaba el grueso de las fuerzas enemigas. Esos desgraciados, con su ciega y estúpida obediencia hacia unos dirigentes ineptos y sanguinarios que los enviaban a una muerte segura, se empeñaban en trepar por las precarias cuerdas que habían conseguido colgar de nuestros muros. Yo esquivaba las flechas de sus miopes arqueros y podría haber cortado las cuerdas fácilmente, impidiendo su acceso, habría sido tan sencillo… pero en lugar de ello disfrutaba acuchillando sus trémulas carnes y lanzado los sebosos cadáveres sobre sus aterrorizados compañeros, que empezaban a no soportar el hedor.

Algo inesperado sucedió entonces. Esos malditos sarracenos parecían haberse vuelto inteligentes de repente. Nos habían tendido una trampa, ¡una trampa! ¿puede creerlo, mi señor?. Habían estado fingiendo que mantenían un ataque rutinario, pero mientras tanto habían centrado sus esfuerzos en cavar un túnel en algún lugar de la roca que daba soporte a nuestras paredes, algún lugar en el que la roca debía haberse vuelto débil y traicionera. De repente empecé a oír a algunos de mis compañeros gritar de dolor por la hendidura de espadas enemigas en sus torsos y miembros, la sangre corría por todas partes. Otros hacían frente a los invasores y gritaban pidiendo ayuda y alertando de lo sucedido, pero esos demonios entraban por decenas. Tuvimos que destinar numerosos efectivos a contener esa infección que se nos estaba produciendo y entonces aquellos malditos pusieron en marcha la segunda fase de su plan.

Yo había comenzado a ponerme nervioso y recibí un flechazo en un brazo, pero eso no impidió que siguiera matando moros a pares. De la nada, comenzaron a aparecer escaleras gigantes y a remontar el vuelo sobre nuestras paredes. Decenas de diablos subían como enloquecidos por ellas y ya no podíamos retenerlos. Sonaron las alarmas de retirada ¿¡¡retirada!!? Pensé que nos habíamos vuelto locos. ¿Cómo íbamos a retirarnos de aquél fuerte? ¿Cómo íbamos a entregar al enemigo el que hasta entonces había sido nuestro mayor orgullo? ¿A dónde íbamos a ir si estábamos completamente sitiados?

Tan sólo una palabra rondaba por mi cabeza. ¡¡¡Traición!!! Si mi señor, traición. Sólo una traición de grandes dimensiones podía ser la causa de una derrota similar. Esos malditos pecadores jamás habían podido acercarse al fuerte lo suficiente como para conocer semejante punto débil en la estructura. Mi señor, ¡estoy convencido de que tenemos un traidor entre nosotros! ¡¡Mi señor!!, logré escapar de allí, nadie más lo consiguió que yo sepa. Y vine corriendo. He estado corriendo días enteros, huyendo de aquel horror para venir a alertar a sus señorías de que hemos sido objeto de traición y desastre y de que nuestro fuerte ha sido profanado por sarracenos inmundos. ¡Deben escucharme!, ¡¡por el amor de dios!!

Veras hijo, esto que me estás contando es una grave acusación y un asunto muy serio. No tendrás por casualidad una remota idea de quién podría habernos traicionado…

Oh señor, yo solo soy un monje soldado, un guerrero al servicio de nuestra santa iglesia, ¿cómo iba a saber quién puede estar detrás de un asunto tan grave?.

Entonces, hijo mío, ¿me estás confesando que has venido directamente desde Montfort, que eres el único superviviente de una masacre de enormes y catastróficas proporciones y que no has hablado con nadie más de este asunto de la traición?

Si mi señor, eso mismo le estoy diciendo, apiádese de un súbdito fiel.

¡Claro que me voy a apiadar! ¡Guardias!, ¡apresad a este traidor! Mañana mismo será ejecutado en la plaza pública por su delito contra esta santísima Orden.

¡Pero señor!, ¡mi señor! ¡yo soy inocente!

No hay comentarios:

Publicar un comentario