(Bueno, no iba sobre el siglo XIII, pero traje la merienda:))
El día que decidimos abandonar Ítaca dejó de importar el rumbo o el regreso. Los billetes nunca eran de ida y vuelta y las brújulas no apuntaban al mismo lugar. Pensábamos que aquello era una huída pero escapar era lo mismo que deambular alrededor del mismo punto. La vida giraba y los Odiseos aumentaban, encontrándose los unos a los otros en las encrucijadas. Las agujas de los relojes se movían adelante y atrás, primero deprisa, después muy despacio, y, con suerte, los días de lluvia, se detenían. Las ciudades nunca estaban en el mismo lugar y la tierra se movía bajo los trenes. Penélope dejó de destejer su vida durante las noches. Jugábamos a ser dioses furiosos, enamorados o anhelantes de sexo. Elegíamos nuestras metamorfosis preferidas y los días que no éramos buitres nos convertíamos en gusanos. De vez en cuando yo era yo, y algunas veces no. A ratos tú eras tú o no, o tú erais vosotros o cualquier otra persona. Nos cruzábamos en puertos diferentes cada vez. Y el mundo no se detenía. En ninguna parte era justo donde quería estar. El mar no era el mar, ni la playa el olvido. Los monstruos marinos se asomaban a la orilla las noches de cuatro constelaciones. Calipso ofrecía las mejores tormentas y Polifemo nos devoraba el tiempo y las entrañas. Troya desapareció y perdimos algunas batallas, otras, las ganamos y algunas daba igual o ni lo sabíamos. Circe cantaba. Estábamos condenados a volver más viejos y más cansados, con las plantas de los pies endurecidas. Estábamos condenados a ganar. Pero Ítaca ya no era Ítaca, y la Penélope consumida por el pasado se había fugado una noche de verano para caminar también por las encrucijadas y encontrar quizás, un poco de suerte, a cualquier desconocido una noche en un bar, u otra isla donde naufragar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario