viernes, 5 de junio de 2009

Sin título

Es solo un hombre leyendo de pie frente a las vías del metro. No tiene nombre ni cara.

El libro que lee tiene el título borroso, y poco importa lo que haya impreso dentro. La mochila a sus pies está vacía, y no es de ningún color.

Ni va a algún destino, ni viene de ningún sitio, no es alto ni bajo, ni lleva gafas o deja de llevarlas.

No existe ningún sitio donde le gustaría estar, salvo en otra parte. Lo triste es que al llegar a otra parte, seguramente deseará no estar allí. Poco hay que le importe en cualquier sitio, salvo el fragmento de cartón y papel que lleva entre las manos, el siguiente cigarrillo, y él mismo.

Su difuso reloj, le indica que el tren se retrasa ya demasiado. Pero a él el tiempo no le importa, puesto que no tiene adonde ir, ni prisa por llegar allí. Y se sienta a esperar, volcando su cabeza sobre el libro al que ha dedicado la última media hora.

Habla de sujetos, objetos, lugares y tiempo, y los de este libro son los únicos a los que él le gustaría conocer, poseer, ir y pasar.

Levanta la cabeza y observa la llegada de un metro, sin sorprenderse, oyendo las irritantes expresiones de satisfacción de esa gente que sí va a alguna parte.

El tren se detiene, y la gente abre sus puertas y entra. Él procede del mismo modo, aún después de percibir un detalle que, si bien no le importa, mueve a actuar a su curiosidad.

Y se sienta y sigue leyendo.

“¿Nadie más se ha dado cuenta de que el tren venía vacío, de que a través de las ventanillas solo había oscuridad, y del cartel de sin servicio?”

Pero a él le da igual, porque no le importa adonde vaya, puesto que no tiene a donde dirigirse, ni prisa por llegar, ni nadie que le espere.

El tiempo transcurre lentamente fuera de él, pero de forma rápida y atropellada a medida que va leyendo las páginas, e imaginando esos lugares y tiempos.

Las personas a su alrededor conversan, gritan… Oye el sonido que algunos niños producen al corretear cerca de él. Pero nada de esto le molesta, puesto que él en realidad no está allí. Seguramente, no está en ninguna parte, y sin duda lo prefiere así.

Tras un tiempo, extrae la mirada de su libro, y vuelve a observar a su alrededor. Sin duda el tiempo no pasa fuera de él, puesto que todo sigue igual, a excepción de las últimas veinte páginas de su libro, que se han alojado en su mente. Contempla la multitud que le rodea y ve la misma cara en todas esas personas, la misma cara aburrida y sin ningún tipo de interés.

Unos eternos segundos después, vuelve a sumergirse en su mundo de papel.

Llega un momento en que se vuelve sordo y ciego a lo que le rodea, a los empujones de los impacientes y a las ancianas que le piden el asiento, a los gritos de una mujer al que supuestamente es su hijo, a la voz que anuncia la siguiente parada, al pitido de las puertas al intentar abrirse en un momento incorrecto… Su atención, sus sentidos, su mente, y todo él se hallan en otro lugar.

Unas páginas después, vuelve a desencorvar su espalda y levantar la cabeza. No sabe cuanto tiempo ha pasado desde la última vez, pero todo sigue igual. El hecho de que la mujer ya no grite o los impacientes dejen de empujar no le importa lo más mínimo. El hecho de que ninguno de ellos esté en el vagón no cambia nada. El hecho de que el vagón se haya convertido en un túnel oscuro y vacío que corretea veloz no le inmuta. Él ni siquiera está ahí.

Su tiempo vuelve a girar en cuanto vuelve a sumergirse en su mundo, el único que le importa. Mientras sigue leyendo, es ajeno a todo lo que sucede y no sucede a su alrededor, a las curvas que se van tomando, la aceleración de los vagones, los niños que ya no gritan.

Pero una vez se acaban las páginas, está obligado a levantar la vista, y reconocer que el tren no se ha detenido en ninguna parada, que cada vez la oscuridad es mayor, que los ladrillos que velozmente pasaban a su lado ya no son ladrillos, sino fragmentos de roca viva.

No sabe cuanto tiempo lleva allí sentado, ni lo lejos que está de los sitios en los que no quiere estar. A pesar del movimiento del tren, el silencio reina en toda su extensión. Las luces se han extinguido, y la oscuridad lo llena todo. Y el tren sigue, cada vez más lejos.

Sus gritos desesperados no producen eco, y sus carreras de extremo a extremo son inútiles. La cabina del piloto está cerrada, y ya apenas se ve nada tras las ventanas.

Se lanza por el suelo, patalea, grita como un niño gritaría al verse despertar de una pesadilla en una habitación oscura. Destroza sus manos contra las paredes y los asientos.

Y llega el momento en que su mente le dice que ya es bastante, que no tiene sentido, que se siente y se olvide de todo. Y él obedece.

Porque este hombre recuerda que no le importa adonde ir, puesto que no tiene a donde dirigirse, ni prisa por llegar, ni nadie que le espere.

Y vuelve a abrir su trozo de papel y cartón por la página 4.

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