sábado, 27 de junio de 2009

Tardanza

Parecía una caja de música muy pequeña. O un reloj de bolsillo demasiado grande. Y tenía una ranura diminuta por donde debía entrar la llave que le daba cuerda.
-Tengo que encontrarla. -había dicho en voz alta-. Si no encuentro la llave, se detendrá.
El reloj se lo había regalado su padre cuando acabó la carrera y había pasado años acumulando polvo en el cajón de la mesilla de noche, hasta que la mesilla de noche se había marchado con el camión de mudanzas el día anterior, en una huida no demasiado romántica. Así que allí estaban él, una de las sillas que habían decidido dejar en el piso, el verano agonizando en la ventana y la mesa sobre la que el reloj contemplaba la habitación.
Había metido la última de las cajas en el maletero de su coche y pensado darle al reloj un nuevo hogar temporal en la guantera. Pero no encontraba la llave y sin llave era inútil abrirlo y exponer el tiempo fuera de ningún cajón. Se pararía en cualquier momento.
Estaba nervioso y la manija del segundero le golpeaba los tímpanos. Había revuelto lo poco que quedaba de su casa pero la llave no aparecía, ni debajo de la cama, ni en el armario del cuarto de baño, ni en los estantes del pasillo o la cuerda del tendedero. No estaba en ningún cajón ni en ningún rincón de su memoria. No recordaba qué noche le había dado cuerda por última vez pero allí seguía palpitando cada vez más débil.
Había recorrido la casa con las manos temblándole y mirando una y otra vez los mismos lugares donde ya había mirado. No estaba en el escritorio de la salita, ni entre las macetas del balcón. No estaba detrás de la nevera, ni en los fogones, ni en el cajón de los cubiertos, ni el suelo, ni en la bolsa de la aspiradora. Y seguro que no la había metido en ninguna de las cajas de mudanza. De repente no recordaba qué aspecto tenía aquella llave.
Llamó a su mujer y le preguntó si sabía algo al respecto, ella le dijo que qué hacía que no había salido ya para allá, que su hija y ella le esperaban, que estaban sacando las cosas del camión, que tenía que procurar coger tal autopista y no tal otra, que había atasco, que los vecinos parecían muy simpáticos, qué se olvidara del reloj. Él le gritó y maldijo a sus jefes que le obligaban a hacer aquel traslado estúpido, que después de veinte años de trabajo esa no era la manera de agradecérselo, que qué cabrones, que no encontraba la llave, que quería llevarse el reloj. Ella le dijo que no tenían tiempo para tonterías.
Así que colgó. Era verdad, no tenían tiempo. Cada vez tenían menos tiempo y el reloj se iba a parar. Sacó un cigarrillo y lo encendió. La primera calada le hizo toser. Dejó que el humo le arañase la garganta y lo echó sobre las tapas metálicas del reloj. Ya llegaba lo bastante tarde como para querer que el tiempo continuase corriendo en aquel lugar. Apagó la colilla sobre la mesa. Aquel era el último, se prometió.

Cuando cerró la puerta de la que ya no sería su casa, ni su ciudad, ni su vida; el reloj le dirigió una última mirada de desdén sin moverse del sitio. Hizo tic sobre la mesa. Y la llave, ignorada en todos sus intentos de ser encontrada, se despidió tintineando en el bolsillo del pantalón, sin saber en qué rincón del piso quedaría el último tac.

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