sábado, 27 de junio de 2009

Quemar las naves (nocturno)

.

“Entra la luz y asciendo torpemente
de los sueños al sueño compartido”

Jorge Luís Borges, Despertar

Cuando Bourgeoise me dejó, por primera vez en mi vida, dejé de dormir. Tuve oportunidad pues de conocer a fondo el singular mundo del insomnio y su amplia red de turbadoras consecuencias. En aquel entonces, yo sólo podía no podía soportar el dulce blues, el tango cruel, así que aquella noche, al bajar a beber al Rollin’ Blues con los demás, aletargado por la falta de sueño y depresivo en extremo por causa del aún reciente desengaño, me sentí ciertamente algo cohibido, un pez fuera de un agua antaño conocida pero hoy turbia, oscura de impurezas. El vino negro, la guitarra andante, la conversación sugestiva y el vaporoso vestido luz-de-luna de Silence, consiguieron no obstante devolverme parte del habitual entusiasmo que siempre acompaña mis incursiones al angosto melancólico local, y hasta lograron resucitar cierta pulsión erótica que creía desterrada de mi cuerpo desde el canto del cisne de Bourgeoise. Lamenté entonces mi aspecto desaliñado, pálido, demacrado por culpa del insomnio y las semanas de solitaria convalecencia espiritual. Conmigo en el bar estaba, como no, buena parte de la juventud intelectual wittgensteniana, sintiéndose unos a otros en la húmeda neblina, sumergiéndose con el rítmico balanceo de rigor en la volátil cadena de solos, ora desenfrenados ora plañideros, que dictaban el compás al que batían nuestras sienes, palpando la comunión de los santos en la línea de bajo subterránea, el milagro de la transfiguración en el llanto de la armónica vibrante acelerada, con la plañidera lírica negra reflejo de nostalgias, tristezas y desencantos sexuales, recordándome a mi pesar que echaba de menos hacer el amor, y que lo que me mantenía en perpetuo estado de nerviosismo no era más que la angustia que me suponía imaginar a Bourgeoise con otro hombre. Traté de conjurar el Horror - empujar siempre hacia abajo, al subconsciente, ¡tan placentero y tan sencillo! - concentrándome una vez más en otra idea a la que llevaba días dando vueltas, a saber: por causa de una serie de conversaciones con el bendito Clochard, me planteaba seriamente quemar al fin las naves del racionalismo, lanzar por la borda mi brillante futuro como escritor de panfletos comerciales y octavillas revolucionarias, y consumir mis escasas fuerzas vitales restantes en el ejercicio del noble arte del terrorismo de vanguardia - la expresión era del propio Clochard.

- El terrorismo es arte de vanguardia, amigo Prochain. – me decía días antes en el Kafka, cerveza en mano - Es una práctica creativa, un poema escrito a letra fuego en tinta gasolina. Es una acción ritual, una genuina expresión de sufrimiento vital, del dolor del mundo de Goethe.

Para Clochard el terrorismo suponía un medio más de llevar a cabo su venganza contra las instituciones que habían frustrado nuestra pequeña revolución estudiantil. Le habían diagnosticado un caso especialmente virulento de gingivitis ulcerosa tipo boca de trinchera que consumía sus mandíbulas a una velocidad endiablada y le hacía estar más frenético que de costumbre. No pude dejar de apuntar lo bien que concordaba la necrosis con su personalidad, y opiné que era sin duda la enfermedad que mejor se le ajustaba. En cuanto a mi, probablemente la idea me atraía tanto porque no podía imaginar nada que pudiera horrorizar más a Bourgeoise que la violencia irracional y el terrorismo. Además, claro, estaba sediento de pantomima apaciguadora, de opiáceos para lobo estepario, de dramática brutalidad catártica. Porque todo el absurdo asunto del terrorismo no era más que un recurso elusivo más para aliviar mi quebrada autoestima, y un proyecto baladí como otros tantos – fueran filosóficos, políticos o literarios -, destinado a distraer mi pensamiento del verdadero problema que aquejaba mi superego moribundo carnaza-de-psiquiatra. Paradoja moral: mi sentimiento de culpabilidad engendra siempre actividad social provechosa. Trataba de actuar como si la obra de teatro tuviera un sentido. Los quehaceres autoimpuestos, de facto o en potencia, sosegaban mi espíritu; Chèrie calmaba mi cuerpo. El sumatorio total de sucedáneos emocionales sintetizaba morfina.

Y aun así, no podía dormir.

Las noches devenían arrítmica sucesión de abruptos despertares, barroca galería de heterogéneos estados de inconciencia, náusea histérica, un tictac enloquecedor desenfrenado en caída libre hacia el minuto oficial del despertar. En la madrugada, soñé con Chèrie. Estábamos en una cafetería concurrida hablando de nuestro simulacro de relación. Era extraño, pero Chèrie quería algo más serio. En ese momento llegaba Bourgeoise, tremendamente enfadada por alguna razón. Yo empezaba a sentirme culpable por ambas, por Dios y por el mundo, y en un alarde de inusitada astucia onírica, optaba por callar para no empeorar la situación. Soñaba que viajaba en tren llevando sólo mi guitarra. Soñé con entierros de filósofos, también; yo cargaba siempre el ataúd a hombros. Soñé que cortaba mis dedos uno a uno con un cuchillo al ritmo sincopado del dormirse-despertarse apresurado, entre gemidos, vueltas, giros, un distópico ballet en cama insoportable fluctuando entre la realidad material y el sueño. Finalmente desperté aterrorizado y malhumorado; sabía que ya no podría volver a descansar en toda la noche, triste calurosa noche cerrada de primavera. Resignado, me serví un whisky y abrí la ventana. A lo lejos se oía el bandoneón, una milonga triste bailando abrazada a la luna menguante, y los maullidos de los gatos en celo en el amargo arrabal taciturno, bajo el burlón mirar de las escasas estrellas. Definitivamente echo de menos hacer el amor, pienso, y se me ocurre que Bourgeoise quizá tampoco duerma esta noche. A mi lado, Chèrie se mueve en sueños en la cama.


.

No hay comentarios:

Publicar un comentario