viernes, 5 de junio de 2009

Quemar cajeros

.

Me he sentado, esta mañana, en mi balcón, para ver el
mundo. Y él, caminante, se detiene un punto, me saluda y
se va.

Rabindranath Tagore,
Pájaros perdidos


Cuando Bourgeoise me dejó, de golpe y sin avisar, llegó el verano. En la calle hacía un calor asfixiante que dejaba exhausto a cualquiera, y todo el mundo comentaba en las aceras lo repentino del cambio de clima. Yo recordaba con desasosiego los ecos de una amarga sombra de felicidad que me parecía cercana, pero que sólo podía tocar ya con la punta de los dedos de la memoria, y que se me antojaba un sueño interrumpido a la mitad del que no podía acordarme bien. Empezó a resultar doloroso pensar en el pasado. Poco a poco aprendí a abstraerme y a mirar con cuidado hasta lo ocurrido el día anterior. La percepción de presente era cada vez más negación del pasado, huida hacia delante. Me preguntaba entonces si toda mi vida sería así, si iría acelerando cada vez más hasta estrellarme contra el mar, que es el morir. Renegué de casi todo lo que me había sido placentero en otros tiempos. Dejé que me creciera el pelo y la barba, me compré una boina negra ridícula que empecé a llevar a las manifestaciones. Leía sin emoción a Camus, a Sartre, a Hesse. Fue por ese entonces cuando comencé a beber, con moderación pero con regularidad. Meditaba sobre la tragedia. Me engañaba a mi mismo pensando que vivía un cambio. Incluso veía metáforas donde quizá no las había: mi madre comenzó a pintar la casa, y yo acometí con furia la labor de ayudarla, interpretando la vulgar tarea mecánica como el luminoso esfuerzo redentor que tendría que absolverme. Pensé mil veces en buscar un trabajo y mudarme, emprender una vida solo, o en marcharme de viaje con lo puesto y robar para sobrevivir durante una temporada, como hacía a veces el bueno de Clochard. Pensé en escribir por fin una novela, en quemar cajeros. Y como siempre, no hice nada en absoluto. Con insultante dejadez naturalista, dejé las cosas tal y como estaban, y me limité a contemplar desde la platea. Ante mi pasaban las semanas a toda velocidad sin decir nada, sin tocarme. Si el tiempo o el espacio trataban de agarrarme y arrastrarme, me zafaba de su presa de un zarpazo y me inclinaba de nuevo hacia la nada. Mis veinte años goteaban por mi piel. Y que largas se me hacían las noches. Finalmente invité a Chèrie a ayudarme a pintar Le Piqueur, y ya no la dejé irse. Usamos toda la pintura que sobró en casa de mi madre; pintura roja. Pintábamos desnudos. Dormíamos abrazados para exorcizar el dolor. Nada importaba, estábamos como sedados. Yo, una vez más, había jurado no volver a enamorarme. Por las mañanas, el primero que se despertaba preparaba siempre el desayuno para los dos. Arreglamos la ducha y el fregadero con el dinero que sangrábamos a nuestros respectivos padres. Economía conjunta, flujo de dolor compartido; consecuencia ineludible: acogimos un gato. Funcionábamos como un reloj, pero apenas hablábamos. Éramos extranjeros el uno para el otro, y fuera de la casa hacíamos vidas separadas. En una ocasión coincidimos en un concierto; cada uno había ido por su lado. Era un grupo sin nombre, y el público estaba compuesto en su gran mayoría por los familiares y amigos de los miembros. El resto de asistentes eran desheredados de la noche que acudían a la irresistible combinación de rock’and’roll gratuito y bebida barata. Chèrie conocía aproximadamente a la mitad del auditorio, y yo, a la otra mitad. Resultó que el batería era un antiguo novio de Chèrie, de cuando aún tenía novios. Me alegré de encontrar a Legión entre la muchedumbre y me mantuve pegado a él el resto de la noche. El muy cabrón había ligado, pero la afortunada ganadora se había largado pocos minutos antes.

- No sabe lo que se pierde, la muy imbécil. – dije con toda el aplomo del que fui capaz.

La verdad es que lo pensaba realmente. Legión era un muchacho prodigioso, todo un caso. Había entrado en la Universidad dos años antes de lo que le correspondía porque era superdotado, y se había adaptado al ambiente con sorprendente rapidez. En apenas cuatro meses, había consumido más drogas y más variadas que yo en tres años completos. Con las mujeres no tenía práctica, pero la iría adquiriendo, y entonces ya no habría quién le parara en todo lo demás. El pobre diablo estaba viviendo demasiado deprisa; lo había cogido con ganas. Me alegraba por él, aunque en el fondo me preocupaba. Aquella noche me confesó que tenía una idea para una novela.

- Legión – le dije yo con fingida solemnidad - te deseo una vida larga y feliz, pero algo me dice que vas a vivir intensamente tres o cuatro años más, como mucho, y acabarás suicidándote, dejando inconclusa esa novela magistral de la que me hablas. Tú eres un trágico en potencia, muchacho.

Y la verdad es que lo pensaba realmente. Chèrie salió del concierto con sus amigas. Se iba a casa, así que volvimos juntos. Aquella noche hicimos el amor por primera vez, con una pasión que no creía posible en dos cuerpos astillados como los nuestros.

.

No hay comentarios:

Publicar un comentario